Dicen que dicen...
que en el
noroeste argentino, hace muchos, pero muchos años atrás vivía feliz gozando de
los valles fértiles, de las montañas multicolores y en las intrincadas cuestas,
un pueblo pacífico, cuyo cacique diaguita tenía una hija conocida por su
espléndida belleza y su reconocida bondad.
Esta jovencita que amaba el lugar donde
vivía disfrutaba del paisaje del lugar y gustaba recorrer los valles, quebradas
y lagos cristalinos. Por las mañanas, bien temprano solía ir a sus orillas y se
deleitaba viendo su imagen reflejada en el agua.
Como era muy coqueta, solía arreglarse sus
largos y negros cabellos usando el reflejo que el agua le devolvía.
Por las tardes, recorría el pueblo, aprendía
de los ancianos, jugaba con los niños y le tendía su mano a quien la
necesitara.
Todos, sin excepción, niños, jóvenes y
adultos la amaban y admiraban.
Mas allá del pueblo, en las altas cumbres,
alejado de otros seres humanos, moraba un ser terriblemente grande, gigantesco,
hosco, de aspecto temible y carácter huraño.
Muy de tanto en tanto, este abominable
gigante bajaba hasta el pueblo, montado en colosal caballo, tan monumental como
su dueño, en busca de algún material o alimento para su sustento.
Una mañana, al llegar a las orillas del
lago, vio a la exquisita joven solitaria
arreglándose sus cabellos de color azabache.
El gigante quedó deslumbrado al verla, desde
ese momento supo que la joven debía ser suya, pero también supo, que jamás el
padre de la joven consentiría en darle la mano de la muchacha.
Esa noche, el gigante no durmió, ni la siguiente…,
entonces urdió un plan.
Convencido que la única solución sería
raptar a la joven, preparó una pócima cuyo aroma era terriblemente narcótica.
Esperó y esperó, hasta que un día el viento
soplo con fuerza en dirección al pueblo y dejó escapar el acre perfume hecho
con hierbas silvestres, hasta que las esencias inundaron las montañas y valles,
hasta llegar al pueblo.
Todos los habitantes, inclusive los animales
cayeron profundamente dormidos.
El gigante montó su caballo y bajó al
pueblo, entonces sustrajo a la joven y la llevó consigo.
Pasado el efecto del veneno, los pobladores
despertaron y notaron la ausencia de la joven, todos la buscaron sin obtener
ningún resultado. Su padre estaba desesperado y mandó que los baqueanos
buscaran huellas. Las encontraron cerca del lago, eran enormes huellas de
caballo que no dejaban duda de quien había raptado a la muchacha.
Indignados, comenzaron a seguir las huellas,
después de andar largo trecho lo divisaron y comenzaron a dispararle flechas,
pero no lograban detenerlo.
El gigante, al verse acorralado bajó del
caballo y continuó a pié llevando consigo a la chica en brazos.
En su alocada carrera, no vio un risco sobresalido
del terreno y tropezó fatalmente dando su cabeza en otra piedra, lo que lo
atontó y a pesar de los intentos que hacia por levantarse, una fuerza
sobrenatural lo adhería a la tierra.
La indiecita, que al fin había podido
desprenderse de los brazos del gigante, corrió a los de su padre.
Mientras esto sucedía y ante la mirada
atónita de todos, el enorme hombre se iba transformando lenta e inexorablemente
en piedra.
De esta forma, a modo de advertencia para
que nunca más alguien osara repetir la historia, nació en el cerro, una nueva
ladera cuyo contorno no es mas ni menos que el contorno de un gigante, tendido
siempre de cara al cielo