Julio de
Caro:
el
apellido, la música "seria" y el Tango.
Su padre,
don José, era un músico clásico orgulloso de su formación cultural pero
despreciaba la música popular. En la calle Defensa , a 20 cuadras de la Casa Rosada , instaló
un conservatorio y un anexo donde se vendían instrumentos musicales y
partituras.
Don José había diseñado para su hijo Julito un destino de médico y de gran
concertista de guitarra. Pero el pibe, con los atorrantes del barrio y de
pantalones cortos se escapó una noche al Palais de Glace a ver la orquesta de
Roberto Firpo y quedó fascinado. A la madrugada, todos gritaban que toque el
pibe, que toque el pibe y él también porque un tango se llamaba así. Hasta que
un amigo le dijo: "es a vos Julito, la gente pide que toques vos." Recién
cuando apoyó el violín contra su cuello su cuerpito frágil dejó de temblar como
una hoja. La música maravillosa que produjo hipnotizó a todos con su belleza.
Cuando Julito regresó de madrugada lo estaba esperando su padre que lo castigó
a vivir una semana en un rincón y a pan y sopa. Julito metió violín en bolsa.
Su corazón se desgarraba ante cada reto de su padre que insultaba a esos vagos
que tocan esa música bastarda, esas melodías prostibularias. Pero la magia del
tango ya se había metido para siempre en el corazón de Julio de Caro.
Un día, el tigre del bandoneón Eduardo Arolas lo invitó a tocar en su orquesta
y ese fue el final. Otra madrugada el padre de Julio lo esperó detrás de la
puerta y lo echó de su casa: "Usted elige mocoso, la medicina, la guitarra y el
concierto o esa porquería que toca con el violín. Usted me ha traicionado, ha
deshonrado mi apellido". Y Julio se fue vencido de la casita de sus viejos.
Durante 20 años le envió cartas a su madre que nunca fueron respondidas.
Después de mucho sacrificio y pasar grandes privaciones económicas, Julio
empezó a triunfar en todo el mundo. Les mandaba a sus padres los recortes de
los diarios que hablaban de su genialidad y nada. Ni una línea a vuelta de
correo. Por eso su mirada siempre estaba triste pese a que su crecimiento
profesional fue caudaloso. El presidente Marcelo T. de Alvear se declaró su
admirador.
De gira por Europa una noche tocó en un palacio de Niza ante cientos de
bacanes. Alguien se levantó de su mesa, elegante con su smoking tan lustroso
como su cabello y dijo: "Así como me reciben a mí les pido que reciban y
escuchen a Julio de Caro". Un presentador de lujo: era Carlos Gardel. Enseguida
uno de los bailarines le pidió que repitiera el tango "El Monito". Y luego otra
vez. Y otra. De Caro no podía negarse a ese pedido de Charles Chaplin.
¿Qué extraño misterio arrabalero hacia disfrutar al genio de Chaplin de esa
letra que dice "mi pebeta ya se fue/y nunca volverá/Tal vez irá rodando al
cabaret/ buscando en su dolor,/ alivio de champán/olvido a mi desdén". De Caro
después tocó para el Aga Khan, para el príncipe de Gales y fue pasión de
multitudes. Se convirtió en un artista inmenso que marcó para siempre con su
identidad la música de Buenos Aires. Pero sus padres seguían sin aparecer y la
llaga de su corazón seguía abierta.
Paloma Efrom, Blackie, cantó en su orquesta. Edmundo Rivero también. En 1937,
nadie quiso perderse el regreso triunfal de Julio de Caro al Teatro Opera.
Después de varias ovaciones, Julio se quedó un tiempo largo en el camarín
esperando que se fuera el público para poder salir tranquilo. Pasaron dos horas
y salió caminando por el pasillo del teatro apenas alumbrado por pequeñas
lucecitas rojas. De pronto vio difusa dos figuras que se recortaban en la
penumbra. Eran sus padres. Don José se acercó temblando hacia su hijo y después
de 20 años le dijo, sin tutearlo: "Vengo a pedirle perdón. Usted hace una
música de ángeles". Y no pararon de llorar en un profundo abrazo. Julio de Caro
le dijo: "Viste que yo no deshonré el apellido, no lo deshonré".
Información sobre vida y obra de Julio De Caro: haga click aquí:
www.me.gov.ar/efeme/diatango/decaro.html