CÉSAR GONZÁLEZ
La novela arranca en el punto donde nos dejó El niño
resentido, el narrador se encuentra tras las rejas de un instituto de menores.
Adentro de esas paredes aprende rápidamente los códigos de la cárcel: jamás
demostrar miedo y atacar antes de defenderse, ser macho. Antes de entrar, el
Rengo Yeta ya era conocido, los internos habían visto su caso por la tele, había
secuestrado a alguien y eso lo convertía en algo así como una leyenda.
La caída es insoportable. Arden las heridas de bala,
desespera la soledad, se subleva la sangre que reclama cocaína, poxirrán y
pastillas. ¿Y ahora? Tras las rejas, las voces de otros pibes quieren captarlo
para uno de los dos bandos enemigos que manejan el instituto de menores. Todos
han visto su caso en la tele: vinculado a un secuestro, es ya una leyenda. Mal
presagio. La gravedad de la acusación prevé años de cárcel y el Rengo yeta deberá
aprender rápidamente sus códigos: jamás demostrar miedo, atacar antes de
defenderse, ser macho. La enfermería en la que lo ubican es una extraña isla
adonde llega atenuada la agonía de los pabellones. Pero cuando arriben un par
de adolescentes de clase alta, la desigualdad y la injusticia le provocarán tal
shock que amenazará con su desintegración emocional. Si en El niño resentido
César González desplegaba la impetuosa fortaleza de una infancia en la villa,
en su segunda novela autobiográfica retoma la narración para sumergirnos en el
hueco que separa la calle del encierro. La vida de la muerte.
La libertad se escuchaba demasiado cerca. Solo unos
metros separaban la vida de la muerte en vida. El instituto se ubicaba apenas
unos pocos kilómetros al sur del Obelisco, en Parque Chacabuco. En los
alrededores rugía el paso de una autopista. Corría el 6 de agosto de 2005.
La celda era chica y de un gris desgastado. Una de las paredes daba a la calle.
Por una ventana rota, a tres metros de altura, atravesada con cuatro barrotes
de hierro, se colaban sin piedad el frío del invierno, el viento, el ruido de
afuera y una estela de luces urbanas que permitían dilucidar algo entre la
oscuridad. Los sonidos que hasta ayer pasaban desapercibidos ahora me
aterraban. Los autos sonaban como una carcajada gigante que se burlaba de mi
encierro. Estaba completamente solo, no tenía a otro pibe para hablar y así, al
menos, matar un poco el tiempo. Me sentía sucio, llevaba dos días con la misma
ropa: un pantalón deportivo Nike negro y finito, más acorde al verano; una
remera de algodón azul y una reluciente campera de jean y corderoy, un botín de
guerra marca Bensimon, que encontré en una casa a la que había entrado a robar.

El autor
El Aleph
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