CIUDAD DE BUENOS AIRES-REPÚBLICA ARGENTINA:
UN LARGO MALENTENDIDO
Mauricio Macri
(Jefe de Gobierno de la Ciudad "Autónoma" de Buenos Aires) "aceptó" legalmente
los subtes en los primeros días de 2012. Él y un funcionario suyo, el señor
Piccardo (presidente de Subterraneos de Buenos Aires Sociedad del Estado)
aumentaron el costo de los pasajes llevándolo de $1,10 a $2,50. Ejercieron
autoridad estatal sobre el servicio de transporte subterráneo, que está
concesionado a una empresa privada.
De un momento para
otro el señor Macri empezó a decir que no quiere los subtes en el "estado
calamitoso" en que se los entregaron y que entonces el Gobierno Nacional
debería hacerse cargo de ponerlos a punto y arreglar los conflictos gremiales
que se han suscitado.
Es decir que ahora
afirma que los subtes siguen siendo del Gobierno Nacional (¿¿??).
La nota de Teodoro
Boot que se publica a continuación aporta al entendimiento de esta situación a todas luces disparatada, que
está provocando un cuasi caos en el transporte de personas dentro de la ciudad
más densamente poblada de la Argentina.
Y más allá de que
hay que encontrar una salida provisoria pero inmediata al conflicto actual, de
lo que expresa Boot podemos deducir que
la solución a mediano y largo plazo de los cortocircuitos en la relación Buenos
Aires-República Argentina vendrá cuando
se revea la casi totalmente absurda reforma constitucional de 1994.
Ricardo Luis Acebal
A los porteños no se los puede dejar
solos
Por Teodoro Boot
El grave conflicto desatado por la negativa del
gobierno porteño a hacerse cargo de las líneas de subterráneos de la ciudad y
las jeremiadas de sus voceros periodísticos contra la media sanción de
diputados estableciendo que los depósitos judiciales de tribunales federales
sean en lo sucesivo hechos en el Banco Nación, permiten conjeturar que dentro
de la enorme cantidad de perjuicios ocasionados al país por la reforma
constitucional de 1994, uno de los más graves es el de la autonomía porteña.
El principal motivo de la larga guerra civil que
desde 1813 azotó a las Provincias Unidas a lo largo del siglo XIX fue el del
destino y manejo del puerto y la aduana de Buenos Aires, en un primer momento
una mediocre aldea con ínfulas cosmopolitas rodeada de una incierta campiña
cuyo único límite preciso era el Arroyo del Medio, durante varios años el
límite entre Buenos Aires y Argentina.
La necesidad de recuperar el puerto y la aduana
para permitir la organización del conjunto de las provincias fue la temprana
conclusión de Artigas, lamentablemente traicionado por sus lugartenientes
Ramírez y López, así como la certeza de caudillos y dirigentes de orientaciones
diversas, como Bustos, Paz, Quiroga, Ferré, Peñaloza o Varela, y motivo de
discordia de cuanto intento constitucional hubo, incluida la Carta de 1853,
tenida como nuestra constitución primigenia a pesar de que nunca fue jurada por
Buenos Aires, que únicamente la aceptó con la inclusión de la reformas de 1860,
que diluyeron algunas cuestiones centrales.
Fue recién con el triunfo del ejército nacional
dirigido por Roca sobre el intento secesionista del gobernador Carlos Tejedor
que las cosas se pusieron finalmente en su sitio y el puerto y la aduana, así
como la propia ciudad de Buenos Aires, asiento del Poder Ejecutivo Nacional,
pasaron a ser propiedad federal, en nuestra jerga habitual,
"nacional". Hasta ese momento, el presidente de la Nación era apenas
un "huésped" de la principal ciudad de la provincia de Buenos Aires.
Tras la derrota de Tejedor, la provincia debió ceder la ciudad "a la
nación" -vale decir, al conjunto de las provincias organizadas en un
régimen republicano, representativo y federal-, así como el manejo definitivo
del puerto.
A partir de entonces, la ciudad de Buenos Aires fue
un territorio federal administrado por un delegado presidencial que era a su
vez asistido por un Concejo de representantes populares, financiado con
recursos propios y los provenientes del tesoro nacional (o federal, para
decirlo con mayor precisión) que se hacía cargo de los gastos de los tribunales
federales así como de la respectiva policía.
Carlos Tejedor, Justo José de Urquiza y El zorro Roca
No se supo nunca que haya habido algún reclamo de
los habitantes de la ciudad para terminar con este régimen, aunque sí lo hubo
de sus fuerzas políticas, impedidas de organizarse a través de caudillos
locales, toda vez que el intendente no era electo sino designado por el
presidente de la nación. Hasta la reforma constitucional de 1994. Fue entonces
que, en medio de abstractas declaraciones de principios y nuevas instituciones
que demoraron más de diez años en empezar a ponerse en práctica, Menem, fiel
representante de los intereses antinacionales, se garantizó la desarticulación
casi completa del Estado nacional y la posibilidad de ser reelecto, mientras
Raúl Alfonsín, con una mentalidad más propia de un puntero de parroquia que del
estadista por el que ahora pasa, obtenía una serie de ventajitas políticas para
su partido: participación en varios de los nuevos ámbitos a crearse (Consejo de
la Magistratura, auditorías varias, etc), un tercer senador por provincia,
premio consuelo de dirigentes locales con ambiciones de gobernador… y la
autonomía de la ciudad de Buenos Aires, territorio que, con singular miopía, el
radicalismo consideraba como propio.
A cambio de la reelección de Menem y de una
desarticulación nacional con la que evidentemente acordaba, mientras Cafiero
jugaba al constitucionalista, Alfonsín garantizó para el radicalismo una
veintena de senadores y una suerte de nueva provincia de apariencia todavía más
radical que la propia Córdoba.
Con todo, fue el mencionado Cafiero el que puso
algún límite al nuevo desquicio institucional que llevó el nombre de autonomía:
Buenos Aires no podía tener ni policía ni tribunales propios, limitación que
despertó las iras de los dirigentes porteños de entonces y que fue finalmente
eliminada por senadores posteriores, ignorantes de su función y de la
naturaleza de lo que estaban votando.
Se podrán decir muchas cosas de las vacilaciones y
agachadas de Antonio Cafiero, pero nunca se podrá dudar ni de su seriedad ni de
su capacidad intelectual, seriedad y capacidad que le permitieron entender los
conflictos que reflotaría una completa autonomía porteña y su ilegitimidad de
origen: así como cuando un propietario dona un terreno para un fin específico,
por ejemplo, la construcción de una plaza, ante el incumplimiento o alteración
de ese fin la donación se torna nula, de igual manera la provincia de Buenos
Aires cedió la ciudad para asiento del gobierno federal, no para la creación de
una nueva provincia. De igual manera que con lo que sucede con la plaza, ante
la alteración de los fines para los que fue cedida, la ciudad debería volver a
manos de la provincia de Buenos Aires. Y eso es lo que advirtió Cafiero al
limitar la autonomía porteña con una ley que lleva su nombre, posteriormente
modificada para peor.
El resultado fue catastrófico, pues a la ambigüedad
institucional de la ciudad (que no es una provincia sino una "ciudad
autónoma" -como si estuviéramos en la antigua Grecia y hubiera algún
antecedente institucional, político o histórico de algo semejante en nuestro
país- vale decir, un invento sui generis. un engendro que nadie acierta a
definir ni explicar porque no es provincia, pero tampoco es ciudad, como pueden
serlo Rosario, Río Cuarto o Bahía Blanca) se agregaron la peculiar arrogancia
porteña y la ceguera provinciana expresada por el Honorable Senado para acabar
descalabrándolo todo.
Además de los hospitales y escuelas
"nacionales" recibidas durante el desmantelamiento primero
dictatorial y luego menemista, a la ciudad con ínfulas de provincia se le
ocurrió tener policía propia, aunque pretendiendo que fuera pagada por el resto
de los habitantes del país. Si bien el parlamento y el gobierno federal se
negaron a pagar los gastos de una policía de la ciudad, las autoridades
porteñas decidieron financiarla con sus propios recursos habida cuenta la
extrema necesidad que tiene cualquier gobierno de derecha de una fuerza
represiva propia, pero no ocurrió lo mismo cuando el gobierno federal decidió
dejar de solventar los gastos del sistema de subterráneos porteños.
Los transportes públicos no son nada para una
fuerza política de derecha, aunque por su propia naturaleza, aun sin aceptar
los subterráneos, el gobierno porteño aumentó el precio de las tarifas. Se
supone que este sólo hecho da principio de ejecución al traslado de los
subterráneos a la administración porteña, pero no: fue un acto reflejo. Hay que
disculparlos. Son así. Donde ven algo, un cine, un subte, una calesita, su
primera reacción es aumentar la tarifa.
Quien suscribe estas líneas está en desacuerdo con
el traslado de los subterráneos al ámbito de la ciudad, en primer lugar porque
es asiduo usuario de ese medio de transporte, pero además por ser opositor a la
autonomía porteña. Para quien suscribe, la ciudad debió seguir siendo
territorio federal administrado por las autoridades federales, pero no siendo
así, no hay más que aguantar el amargo trago y reconocer la lógica implícita de
trasladar a la ciudad los gastos de un sistema de transportes exclusivo de la
ciudad. De otro modo, sería comparable a que el gobierno federal se viera
obligado a financiar los troleys de Rosario o, saliendo ya de los transportes,
hacerse cargo de los gastos de construcción y mantenimiento de las acequias de
Mendoza. Un despropósito que no pasará por la cabeza de ningún rosarino o
mendocino, pero que para los porteños parece ser de lo más natural.
Pero mucho más descabellado es el reclamo por los
depósitos judiciales de los funcionarios y periodistas porteños, no de los ciudadanos,
que sin todavía salir del conflicto de los subtes, no terminan de entender de
qué se trata y ven el asunto como un tira y afloja entre el gobierno porteño y
el gobierno federal. Así al menos lo presentan la mayoría de los medios
porteños con pretensiones de nacionales, como si ambos gobiernos pertenecieran
a una misma dimensión.
La visión distorsionada de las cosas de los
funcionarios y periodistas porteños, así como de sus lectores, oyentes y
votantes, se advierte con notable claridad en su indignación por la media
sanción legislativa de la ley que obligará a los tribunales federales ubicados
en la ciudad de Buenos Aires a realizar los depósitos judiciales en el Banco
Nación. La medida es de puro sentido común, y si anteriormente los depósitos se
hacían afectivos en el Banco Ciudad, ex Banco Municipal, eso se debía a que ese
banco era, como la ciudad, propiedad federal. No se ve, por ejemplo, al
gobernador Daniel Scioli o a funcionarios bonaerenses chillar escandalizados
porque los depósitos judiciales de los tribunales federales ubicados en la
provincia de Buenos Aires sean hechos en el Banco Nación y no en el Banco
Provincia. A ningún dirigente ni funcionario ni periodista ni vecino bonaerense
se le ocurriría ese desatino, pero a los porteños les parece de lo más natural.
De lo más natural que el conjunto de las provincias le paguen los subtes, la
policía y se hagan los depósitos judiciales federales en los bancos porteños,
al tiempo que les parecería una aberración sin límites que el resto de los argentinos,
porteños incluidos, pagaran los troleys de Rosario, la policía de Córdoba o las
acequias de Mendoza.
La Constitución de 1994 es un auténtico estatuto de
la entrega y la desorganización nacionales y así como crecientemente se
advierte la necesidad de desandar todo lo andado y reconstruir lo destruido en
los últimos 40 años, de igual manera se va tornando indispensable la sanción de
un nuevo estatuto, esta vez de reconstrucción nacional, y revisar todas y cada
una de las innovaciones e instituciones creadas al amparo de esa nefasta
constitución. El conflicto con los subtes y la manifiesta incapacidad del
gobierno porteño para resolver un asunto tan simple pueden ser una buena
oportunidad para empezar a debatir en serio y revisar la autonomía porteña por
esencialmente inviable y legalmente discutible.