"EL JUGADOR DEBE TENER HAMBRE DE
GLORIA" (DIEGO ARMANDO MARADONA)
por Bosco Ortega
Hijo de Crispino Cardozo, todas las siestas de domingo, su cuerpo flaco era
un silbido moreno, sentado junto al carrito de golosinas, hecho con un cajón de
frutas y dos ruedas de triciclo. Don Crispín, decía la barra, lo llevaba a los
partidos de la Liga Chaqueña de Fútbol. Juancito se acallaba, inmutable, hasta
el sonido del silbato del referí. Su padre, con su habitual parsimonia
campiriña, asentía con un golpe de cabeza, y el pequeño entraba corriendo al
estadio. El permiso era tácito. Juancito constituía una suerte de mascota
compartida en las canchitas resistencianas. Más aún, el permiso del policía lo
guiaba, en directo, a un costado del campo de juego.
La mutación aparecía en los descansos de los partidos. Era una clave fija
que Juancito "custodiara" la pelota, mientras los jugadores se reanimaban en
los precarios camarines, adensados por su follaje de adrenalina y aceite verde.
El niño al que apodamos Terito por sus piernas largas, sombra de jabalina,
iniciaba sus sesiones de prestidigitación.
Toda la línea entre un córner y el otro, extendía su escenario de cal y
alambrado. Juancito iniciaba la rutina prodigiosa con un leve compás de su
empeine, pétalo en alpargatas, que ponía, casi fija, la pelota en la cima de su
cráneo: un planeta en la órbita de un compás. Luego un péndulo de redondos
latidos; y un nido entre nuca y espalda, para "empollar" la número cinco; un
"taquito" de varios toques; una "sentadita" con los muslos ágiles y la esfera,
flotando en la punta de un chorro de agua, y una síncopa de tendones y
tensiones por un solista que afinaba instinto y cerebro.
El retorno de los gladiadores cronometrados remitía a Juancito a su estar
absorto. Al lado del utilero y los suplentes, miraba con la agudeza de un lince
en trance las escenas seriales de su Olimpo dominguero. Abstraído de los ácidos
epítetos de la popular, parecía un grumete oteando el mar picado de la cancha,
bajo el oleaje encendido de las tribunas. Después, el triple soplido del
silbato lo devolvía, cantando bajito, al carrito de Don Crispino.
Un similar gesto distraído mostró esa vez ante un entrenador de la escuela
Ángel Labruna, de River Plate. Se alzó de hombros y dijo, apenas: Sí. Tenía,
entonces, doce años. Pero fue su padre quién accedió, previo arreglo de las
cláusulas del contrato, la garantía de los estudios y, ante todo, una pieza en
la casa de su hermano que vivía en La Matanza. "Que juegue en el club, dijo,
pero que viva con su familia". Juancito, como siempre, obedeció con el
silencio.
El festejo del contrato se hizo en la casita humilde de los Cardozo.
Incluyó un asado con "piqueta", bailanta y descanso con guitarreada que comenzó
un viernes y cesó el sábado, por la noche. Don Crispino, en su estilo frontal,
le advirtió, a grito claro, para que todos escucharan: "Donde vaya, como el
Diego: que Villa Libertad sea como Villa Fiorito". El vaso de tinto en alto
selló el mandato. Y en una de aquellas pausas para los bailarines, mientras los
invitados alternaban con los vecinos, nos ofreció la silente dimensión de Juancito.
Los hermanos del pibe, ante una seña desde la punta de la mesa, fueron a la
pieza de atrás, para, luego, salir con instrumentos musicales. El mayor dejó su
bandoneón en una silla, y mientras el que le seguía en edad afinaba su
guitarra, salió y trajo una vistosa "verdulera", esmaltada en rojo y blanco,
que, sin consulta, puso en los brazos de Juancito. El pequeño miró en torno, y,
tras media sonrisa, abrió la diminuta mariposa sonora. La melodía fluyente
anegó la madrugada y sus riberas. Nos pareció Blasito Martínez Riera, en estado
de infancia y sin los anillos en todos sus dedos. Un duende magnético,
picaresco y efusivo, semejante al que deslumbraba en los potreros, percutía las
botoneras con el desangre letánico de La Calandria: alianza de húmeros y
falanges. Don Crispino, en medio de los aplausos sorprendidos, confesó su
ecuación silvestre: "Si es bueno con las piernas, tiene que serlo con las
manos".
Las pupilas vidriosas del ómnibus de La Estrella plasmaron para el andén de
la barra, el rostro con lágrimas del niño y el perfil contenido de su padre.
Aquella imagen fue una postal rediviva durante muchos domingos. Después, voraz
y paulatino, el tiempo dispone sus demandas.
¿Sería como este pibe el hijo de don Crispino Cardozo?
En uno de los viajes a la Capital Federal logré una entrada para el
encuentro de River con San Lorenzo, en el Monumental. A las 15, en el partido
de reserva, divisé el modo singular de su "moverse" en la cancha y, por supuesto,
sus inequívocas piernas delgadas. Esa tarde, marcó el segundo de los tres goles
con que "los gallinas" aseguraron la victoria. "Peinó" el balón con el medio
giro de su frente y lo colocó en un ángulo, de giro, sin moverse: punto medio
entre el billarista y el acróbata. Varios minutos de la tarde fueron suyos. La
cumbre fue una ocurrencia, propia de un repentista genial. Corría en línea,
marcado por un defensor, cuando de pronto "fricciona" el esférico con los
talones y lo levanta, con una caricia del botín derecho, sobre la cabeza del
rival. Un insólito "caño" aéreo, llamado "sombrerito". La pelota entre las
piernas entre sus piernas era un relámpago giratorio. Iluminaba los
movimientos. Perfeccionado, pero idéntico a las siestas en Regional.
Regresé y durante varios vinos tuve que repetir las jugadas en el boliche
de Mariasch. Después, el taller y las deudas me llevaron contra las cuerdas. Mi
rutina de urgencia no me dejaba reparo para la radio orejera: ni Pampa y cielo,
ni la voz de Monti en Radio Chaco. Una tarde, casi de noche, volví a la casa y
apuré unos amargos con la patrona. El destello glaciar del televisor emitió el
comunicado de la Cancillería con la declaración de guerra del Reino Unido. La
Hermanita Perdida de don Atahualpa Yupanqui tenía ganas de volver a la patria,
pero el imperio yanqui se alió con el inglés.
La misma tarde que suspendieron el partido entre For Ever y Central Norte,
el viejo nos contó del llamado al frente de combate para Juan Cardozo, El
Terito. Se lo percibía preocupado, y no menos orgulloso. "Un correntino,
anticipó, es soldado de un destino superior". Lo que siguió, todos conocen.
Fuimos, sin ausencia alguna, a esperarlo a la estación del Ferrocarril
General Belgrano, que, aun, pertenecía al estado argentino. Un par de metros,
más adelante, aguardaba don Crispino con su familia y un grupo de vecinos.
No costó esfuerzo reconocerlo. La tez morocha, la cara angulosa y el pelo
negro y espeso, mantenían sus criollas facciones, pero muy demacrado. Esperamos
varios y tensos minutos. Juancito demoraba en bajar del tren de línea, vuelto
convoy militar. El Negro Rossi rompió el mutismo: "Hay que darle tiempo al
pibe, vamos". Caminamos, junto a las vías, desde Rodríguez Peña hasta Las
Heras. Nos sentamos, callados, bajo un paraíso centenario. El taladro de las
chicharras perforaba la gravitación provinciana. Un pueblo seguía de pie, sobre
la sangre heroica que dignificó la derrota.
Cuando llegamos, estaba en el fondo del patio, a solas, con su madre. Las
piernas cubiertas por una manta que observaba un repliegue, un declive. La
síntesis más potente fue la muleta, recostada en la silla y su acordeón posado
en un banquito de paja trenzada.
Juan Cardozo heredó el puesto de venta en las puertas de las canchas. El
carrito, convertido en puesto ambulante, muestra signos de progreso y mantiene,
a la vez, la tradición fraterna de su ancestro.
Después que el pitazo del árbitro marca el receso y la hinchada se
distiende, Cardozito, coloca "la verdulera" en su regazo y entra con sus dedos
de crack al paraíso de sus amores.
(A León Maidana, in memoriam)
Los dos son "Juancito" aunque no sean "Teritos"
CARDOZITO, GOLEADOR
Chamamé
Por tribunas de domingos
gana panes su pregón
y la infancia de su canto
se anciana por el dolor.
La siesta de los potreros
resucita su pasión:
sus piernas hechas de viento
que fueron toque y clamor.
Malvinas vela en su vientre
la gesta del batallón
y el alma zurda y morocha
de Cardozo, goleador.
Y en la noche de la villa
con hambre por madrugar,
cuando el lucero temprano
está mas cerca que el pan.
Del fondo del pueblo llega
la tribuna popular,
que le grita: Cardozito,
sos el Gran Diego de acá.
Su acordeona verdulera
sostiene su condición,
imaginar con las manos
gambetas de taco y flor.
Vuela su magia redonda,
cruza su chanfle gorrión:
una pierna en la mirada,
mutilada sombra de amor.
La historia que callan otros,
canta y recuerda en fragor,
música en las cicatrices,
laureles de tu valor.
Letra y música: Bosco Ortega
Barrio Central Norte