Dicen que dicen...que
en el norte de lo que hoy es Argentina y conocemos como provincia de Santa Fe,
en medio del monte vivía una anciana, cuyo rostro apergaminado y surcado de
arrugas mostraba el paso del tiempo. Sus ojos negros pequeños y vivaces parecía
que el paso de los años no la hubiese afectado.
Si alguien conocía
el arte d curar el alma y el cuerpo, era ella, ningún paisano del lugar
desconocía que, con sus hierbas y conjuros, aquella mujercita de pequeña
estatura era capaz de convocar la lluvia en tiempos de sequía, o que tal vez
solo una palabra suya, solucionaría cualquier conflicto.
Desde lejos
llegaban paisanos de todas las edades en busca de aquel ranchito perdido en la
inmensidad del monte.
Ella no solía
ser muy locuaz, pero cuando dejaba dar su opinión y emitía algún juicio siempre
usaba la palabra justa y precisa, Todos admiraban esa virtud.
Una fría mañana
de invierno llegaron hasta ella muy preocupados una pareja cargando a su
pequeño hijo, el niño ardía de fiebre.
La diminuta
anciana observó al niño, y sin emitir palabras preparó con presteza un brebaje
con algunas hierbas, luego mientras los padres observaban los movimientos de la
viejecita, ella tomó al niño en su regazo y sorbo a sorbo le hizo beber lo
preparado, no permitiendo que la madre lo hiciera.
Con el trascurso
de las horas el niño comenzó a mejorar y como agradeciendo, con sus manitos
seguía las grietas de la cara de quien amorosamente lo mecía dándole suaves
palmaditas en la espalda.
Con el
inexorable paso del tiempo, aquel niño se convirtió en un muchachito sano y
fuerte, que nunca olvidó a la anciana y no dejaba pasar mucho tiempo sin
pedirla a sus padres de ir a visitarla. Ellos compartían un agradable afecto
entre sí.
Este jovencito
prefería compartir su tiempo con la anciana india más que con los muchachos de
su edad.
Ella le enseñaba
el poder curativo de las hierbas, el secreto de sus oraciones, como hacer velas
de cebo y el arte de cosechar según la estación y las lunas.
Además, le había
enseñado a reconocer cuanto bicho vivía en el monte, la anciana disfrutaba relatarle
historias de su pueblo Mocoví.
En fin, le
enseño a conocer y respetar la tierra y la naturaleza.
Ella amaba al
chico tanto como a los hijos que había perdido y él la admiraba amorosamente
con un profundo respeto maternal.
Cuando el hilo
de la vida llegaba a su fin y la anciana no era capaz de abandonar su lecho,
presintiendo que su vida se extinguía, tomó un amuleto que llevaba siempre al
cuello y sonriendo se lo entregó al rubio muchachito, para que su mágico poder
lo protegiera hasta el último de sus días.
El jovencito
jamás abandonó a la mujer, que tanto le había enseñado, hasta dar el último
suspiro.
La anciana se
llevó consigo el amor y la imagen de su adorado discípulo. Su muerte acongojó a
todos quienes la habían conocido, y como su último deseo fue ser sepultada en
el monte, toda la paisanada la acompañó en su último viaje.
Al dejarle un
ramo de samohú sobre su tumba, el joven rompió en un profundo y acongojado
llanto, al inclinarse el amuleto cayó sobre la tumba, que pareció iluminarse
como por arte de magia.
El chico lo alzó
suavemente y otra vez, lo puso rodeando su cuello creyendo que era el último misterioso
mensaje de la muerta.
En ese instante
y sorpresivamente brotó sobre la tumba una planta, que daría comienzo a un
árbol muy raro nunca visto.
Este árbol
parecía haber adquirido las virtudes de la anciana.
De su madera
color amarillo pueden fabricarse muebles o postes, sus semillas sirven de
alimento y sus frutos, muy utilizados con fines culinarios, son procesados en
forma de arrope, se obtiene una sustancia extremadamente dulce, espesa y muy
oscura conocida medicinalmente como un antitusitivo, expectorante, analgésico y
antiinflamatorio, que alivia el dolor de garganta y la tos.