LA PESTE DURANTE
LA CONQUISTA DEL DESIERTO
POR MARCOS ZIMMERMANN
JUL
5, 2020
En la misma década en que Giacomo
Puccini ingresaba en el Conservatorio de Milán, Giuseppe Verdi estrenaba Aída
en la Opera Real de Suecia y Richard Wagner moría en Venecia, un contingente
miserable de indios eran conducidos a través de la llanura patagónica a pie,
rumbo a Valcheta, primer campo de concentración argentino. Sumándose a los
campamentos de Chinchinales, Chimpay y demás sitios de reclusión que destacó
Julio Argentino Roca a lo largo del río Negro durante su Conquista del
Desierto, Valcheta se convirtió en 1884 en el mayor presidio y centro de
distribución de indios de aquel tiempo. Allí trascurrían sus días en
condiciones miserables quienes sobrevivían de las larguísimas caminatas que
eran obligados a realizar desde sus tierras hasta ese lugar de confinamiento.
El teniente coronel Lino Oris de Roa, por ejemplo, trajo a pie a los sometidos
del combate de Apeleg, aldea situada al suroeste de Chubut, hasta aquel valle
de Valcheta, ubicado al nordeste de Río Negro. Una caminata de novecientos
kilómetros durante la cual los que se agotaban eran abandoadnos con los
tendones de Aquiles cortados para convertirse en alimento de los pumas.
©marcoszimmermann
Cuando en 1878 Roca comenzó su
Conquista del Desierto -nombre que sirvió para disfrazar un genocidio-, aquel
inmenso territorio contaba con un número enorme de pueblos. Tierra original de
tehuelches, los primeros araucanos habían llegado en el siglo XVI desde el
actual Chile, escapando de la Guerra de Arauco y de Pedro de Valdivia, quien
devolvía a los capturados a sus toldos sin nariz ni orejas, como advertencia.
Luego, durante la Guerra a Muerte lanzada a principio del siglo XIX por Chile,
pueblos mapuches "pehuenches, huiliches y borogas" atravesaron la cordillera
para afincarse en diversas regiones argentinas. Debido a esa presión, el
cacique de la parcialidad ranquel Yanquetruz tuvo que desplazarse con su gente
a Toay (al norte de la provincia de La Pampa). Sus nietos Huala "apodado
Baigorrita" y Panghitruz Guër "rebautizado Mariano Rosas" se hallaban a cargo
de los toldos de Poitahue y Leubucó cuando se inició la campaña de Roca. Otro
actor de aquellos tiempos fue Calfucurá. Este huiliche apodado El Señor de las
Pampas dominó un extenso territorio desde Salinas Grandes hasta Carhué, nudo de
las rastrilladas por las que se conducía a Chile a la hacienda capturada por
los malones. Calfucurá pactó con Rosas la entrega de miles de cabezas de ganado
anuales con las que cimentó un poder que lo sobrevivió, extendiéndose hasta la
época de la conquista de Roca.
Del intrincado mapa de naciones
alzadas de aquel tiempo, otro de los principales protagonistas era el cacique
Pincén. Disputado como el trofeo más preciado de los blancos por lo
escurridizo, fue capturado por Conrado Villegas y trasladado a Buenos Aires
donde Antonio Pozzo lo retrató con gesto falsamente heroico. Otro jefe de aquel
tiempo fue Sayhueque, indómito cacique pehuenche-tehuelche que gobernó El País
de las Manzanas (en la actual Neuquén) hasta finales de la Campaña del
Desierto, cuando se rindió al general Lorenzo Vintter y fue llevado a Buenos
Aires vestido de compadrito y exhibido en un carnaval. Completan este mapa
etnográfico las parcialidades de Catriel y Coliqueo, aliados finalmente a los
blancos, y los grupos tehuelches gobernados por Casimiro Biguá, Foyel, Inakayal
y Orkeke arrinconados hacia el final de la campaña en el extremo sur del
continente por los Remington y el hambre.
©marcoszimmermann
Ese era, a grandes rasgos, el
riquísimo panorama de los pueblos asolados entre 1878 y 1885 por las cinco
divisiones del ejército de Roca: la del general Conrado Villegas, la del
teniente coronel Nicolás Levalle, la del teniente general Eduardo Racedo, la
del general Napoleón Uriburu y la del teniente general Hilario Lagos.
Encargadas todas de transformar aquella tierra profusamente poblada, en
desierto. Para finales del siglo XIX todos los pueblos indígenas que vivían
entre el Salado y el Estrecho de Magallanes estarían sometidos gracias al poder
de las armas. Pero también debido a otro factor que contribuyó enormemente a la
extinción indígena: las epidemias de viruela.
Según el testimonio del colono galés
John Daniel Evans, de 1883, los indios de Valcheta se hallaban confinados
detrás de un alambre de varios metros de altura, muertos de hambre. Los pobres
no sabían que entre sus captores flotaba desde hacía años un virus que se
manifestaba en forma de viruela leve para los blancos, pero que se convertía en
viruela hemorrágica en ellos. En 1879, el teniente general Eduardo Racedo había
sido el primero en advertir la presencia de la peste entre sus capturados y el
primero en acudir a la vacunación. De su tropa, ante todo, ya que tardó diez
días en tomar medidas sanitarias para los prisioneros. El resultado: de los 641
ranqueles tomados prisioneros en Pitre-Lauquen, 153 murieron de viruela.
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Los indios que sobrevivían a epidemias como
aquellas, que se reproducían en un gran número de campamentos militares, eran
transportados al reclusorio de Martín García que pronto se convirtió en
lazareto. En la isla, las Hijas de la Caridad actuaban como enfermeras mientras
el padre José Pablo Birot bautizaba a destajo, en una acción contra el reloj
mortal de la viruela, para salvar almas impuras antes que fallecieran. "Tenemos
hasta el día de hoy 358 bautizados y 61 muertos", se ufanaba Birot, agotado de
repartir bendiciones. Los que quedaban vivos eran trasladados a Buenos Aires,
donde las damas de la Sociedad de Beneficencia los repartían separando a las
familias: los niños a trabajar a las estancias, sus padres a los obrajes e
ingenios y las chinas a las casas patricias para hacer buñuelos y mazamorra.
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El caso es que merced a los
movimientos de tropas e indios entre la Patagonia y Buenos Aires, la ciudad
empezó a sufrir una epidemia de viruela mientras las Hijas de la Caridad
hervían jeringas en Martín García o en la Casa de Aislamiento de Buenos Aires
(hoy Hospital Muñiz) para vacunar y contrarrestar el mal. Pero la vacuna
antivariólica descubierta por Eduard Jenner a fines del siglo XVIII inoculando
una llaga de viruela bovina de una granjera al hijo del jardinero (de allí la
palabra "vacuna"), no conseguía terminar con la enfermedad en el Río de la
Plata. En ese tiempo, miles de indios murieron en la isla y fueron incinerados
en el crematorio o arrojados al río desde donde -tal como en la dictadura de
los años `70- fueron a amontonarse en las costas uruguayas. Mientras tanto, el
cirujano Sabino O`Donnell, jefe médico de la isla, justificaba el fracaso de su
vacunación masiva a una partida de indios que luego murieron: "Indudablemente
venían ya impregnados o contagiados... El trabajo pesado y laborioso no podrá
menos que ser nocivo a muchos de ellos... su falta de buena alimentación". El
doctor Pedro Mallo, cirujano general de la Armada, llegó incluso a sostener en
un escrito que las razones del contagio desbocado era la falta de aseo de los
indios, a "su desnudez... poca facilidad para transpirar... y falta de medidas de
desinfección». Una vez más, la culpa era de los indios.
©marcoszimmermann
No es posible dejar de mencionar aquí un texto
publicado por uno de nuestros próceres más venerados, Domingo Faustino
Sarmiento, en el diario El Nacional, en 1876. Sarmiento se adelantaba a estas
ideas que culpaban a los indios bárbaros de todos los males de la sociedad
civilizada: "Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin
poderlo remediar. Esa calaña no son más que unos indios asquerosos a quienes
mandaría colgar ahora si reapareciesen... Su exterminio es providencial y útil,
sublime y grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño,
que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado". Proviniendo del adalid
argentino de la educación, cuyo himno afirma que es "la niñez su ilusión y su
contento", las palabras de Domingo Faustino dan escalofríos.
Pero en 1879, el periódico La Pampa
toma otra posición: «La invasión del mal la debemos al descuido ejercitado por
el Ministerio de la Guerra. En efecto, él sabía por telegramas que había
recibido de los jefes de la frontera, que la viruela diezmaba a los indios.
Este no obstante, dio orden de que esos indios fuesen remitidos a esta ciudad.
Vinieron, fueron distribuidos en las casas de familia y después se produjo lo
que era natural que se produjese". En consonancia con estas ideas, el doctor
José Penna, uno de los más grandes higienistas del siglo XIX, contradecía en
1885 la idea de alguna predisposición genética al contagio por parte de los
indios. "La ausencia de todo cruzamiento... una de las causas esenciales de su
susceptibilidad para la viruela y la fecundidad con que en ellos se
desarrolla", afirmaba Penna. Citaba una estadística de la misma Casa de
Aislamiento en la que dos tercios de los indios ingresados habían fallecido
debido a la falta de contacto anterior de su raza con el virus y a su
consecuente falta de anticuerpos. Así, sentaba un argumento médico esencial
para el análisis científico de esta cuestión, quitándole culpa a los indios y
volcando la responsabilidad al Estado que los sometía al abandono.
©marcoszimmermann
El tiempo ha pasado. La cuestión
indígena, no. El desprecio por los pueblos originarios de la Argentina, a
quienes el Estado esquilmó, apresó, torturó y abandonó a la enfermedad durante
siglos, cobró una de las mayores expresiones contemporáneas en lo actuado por
el gobierno anterior contra los mapuches. A la inverosímil muerte accidental
del joven Santiago Maldonado y al asesinato de Rafael Nahuel por la espalda, se
sumó hace pocas semanas un grupo de efectivos policiales irrumpiendo en una
vivienda aborigen de Fontana, Chaco, para golpear a sus moradores al grito de
indios infectados. Daría la impresión de que en los últimos 140 años no hemos
aprendido nada. Pero hoy la pandemia toca a todos por igual. Contra el Covid-19
no hay vacuna para indios, ni para blancos. Espero que entendamos esta vez "por
raciocinio o infección" que, en la Argentina, la vida de todos es
responsabilidad de todos.
- Todas las fotos son del autor de la nota. ©marcoszimmermann
UN "SÍ DIGO"
El excelente artículo publicado por
"El Cohete a la Luna", medio que nos tiene acostumbrados a ese nivel de
calidad, ha sido levemente editado por Identidad Cultural con la única
finalidad de acomodarlo al estilo de presentación de las notas por parte de
esta página.
El encomillado de la bajada responde a
que es una parte del texto de Zimmermann, el que hace notar la preocupación del
señor Evans por la situación de los internados en un sitio que bien puede
considerarse un "campo de concentración" como los que se hicieron tristemente
célebres a posteriori durante la segunda guerra mundial. Y que, como bien
destaca el autor, se reiteró en la Isla Martín García. No fue la única vez que
la comunidad galesa hizo lo posible por hacer entender a los "civilizadores"
que los tehuelches no eran feroces bestias sino seres humanos hacia los cuales
ellos no tenían más que palabras de elogio. Muchos años después de "la
conquista del desierto" (1965) la comunidad galesa de Chubut celebró sus
primeros cien años de presencia en la Patagonia apoyando explícitamente la
instalación de un monumento al indio tehuelche realizado por Luis Perlotti.
Los cívico militares del tiempo de
Roca tenían nombre y apellido. Desde luego que el "zorro tucumano" no hizo todo
él solo. Los comandantes de sus divisiones lo mismo que él siguen siendo
homenajeados hoy cuando sus grados militares, apellidos y nombres designan
ciudades, pueblos, escuelas, avenidas y calles de nuestro país. A los militares
nombrados en la nota de Zimmermann: general Lorenzo Vintter, general Conrado
Villegas, teniente coronel Nicolás Levalle, teniente general Eduardo Racedo,
general Napoleón Uriburu y teniente general Hilario Lagos debemos agregar a los
representantes de la "alta sociedad" de entonces, que con sus dineros financió
el genocidio, empezando con los integrantes de la sociedad rural ("cultivar el
suelo es servir a la patria") uno de cuyos primeros próceres se llamaba
Martínez de Hoz, antecesor en el tiempo de quien fuera el verdadero motor que
impulsó lo hecho por el grupo de
asesinos militares que asoló la Argentina entre 1976 y 1983. La lista es
lamentablemente larga y, por referirme solo a alguien mencionado en la nota de
Zimmermann (el cacique Sayhueque) no excluyo a otro "homenajeado": Francisco Pascasio
Moreno, o sea el "Perito Moreno". Este "prócer" ("niño bien" rural) no movió un
dedo para defender a su compadre Sayhueque cuando éste fue apresado por los
"civilizados" y además fue el principal gestor de mostrar en vitrinas del Museo
de La Plata centenares de esqueletos de indios "conquistados" como si fueran
simples objetos de estudio.
Ricardo Luis Acebal.