Dicen que dicen...que
en la tierra colorada y que hoy conocemos como la Provincia de Misiones,
abundan mitos y leyendas, la que hoy nos ocupa, es la del ave llamado benteveo
o bicho feo, conocido entre los nativos como pitogüé.
El Benteveo es
un pájaro pequeño, puede medir entre veintidós y veinticinco centímetros, su
cabeza es grande y tiene el cuerpo cubierto de plumas negras, con unas rayas
blancas, las cuales le dan un aspecto de máscara, además tiene unas líneas
amarillas en su coronilla, sus patas son cortas y sus alas largas.
Su chillido es
agudo y prolongado, esa característica es la que le da el nombre de pitogüé,
como los lugareños lo conocen y al oírlo creen que es augurio de mal agüero.
Cuentan los
abuelos sabios, que en medio del monte vivía una vieja casi centenaria, cuya
única compañía eran dos muchachitos huérfanos, que ella había recogido y criado
desde su más temprana edad.
La anciana era
una déspota, dado que por su edad avanzada había quedado desdentada, solo podía
ingerir productos tiernos, como frutas, verduras, peces, perdices o tatúes,
para lo cual los jovencitos habían sido adiestrados a fin de satisfacer las necesidades
de la anciana.
Con el correr
del tiempo, los muchachitos fueron creciendo y por el contrario la mujer cada
vez envejecía más, leyes de la naturaleza. Como consecuencia de ello, ya casi
no podía valerse por si misma y los jóvenes debían turnarse para servir a la
anciana.
Ella tenía una
existencia monótona, pero alimentaba su desidia despuntando su vicio favorito, se
deleitaba fumando un rústico cigarro que los muchachos armaban y encendían.
La anciana encorvada
y añosa lucía una cabellera blanquecina, sucia y despeinada y sujetaba sus
desmechados cabellos con una vincha amarillenta. Solía sentarse bajo una
enramada a disfrutar su pitillo, que acariciaba con sus dedos arrugados y
corvos.
Cada vez que el
tabaco dejaba de arder, ella con voz enérgica gritaba: -¡pitogüé!, ¡pitogüé!-.
Siempre uno de
los dos hermanos andaba cerca para servir a quien ellos le decían mamá, pero si
por cualquier infortunio no acudían al instante, ella dejaba escapar una tupida
sucesión de improperios que solían ser muy mordaces. Su voz chillona había
perseguido a los jóvenes desde su más temprana infancia y llegó a ser una
verdadera pesadilla.
Ese insistente
llamado les había coartado definitivamente la libertad, ellos eran incapaces de
disfrutar juntos un juego o cazar en el monte. Debían estar continuamente
pendientes de los requerimientos que ella les imponía.
Ya cansados de
servir continuamente de quien nunca habían obtenido una señal amorosa, se
sentían totalmente vulnerados por los exigentes requerimientos de la anciana.
Un caluroso día
de verano, el mayor de ellos le dijo al otro: -¡vámonos!, dejemos sola a esta
ingrata madre nuestra y que se arregle como pueda-, -¡no!, ella a pesar de todo
nos ha dado cobijo y nos ha criado-, -sí, pero nos vuelve locos y nos trata
como si fuésemos sus esclavos, estoy harto de escuchar sus ¡pitogüé!, ¡pitogüé!
y tener que dejar todo, para satisfacer su vicio.
No tardaron
mucho tiempo en decidirse, al caer la tarde, decidieron marcharse definitivamente.
Esperaron que ella
cayera en un pesado sopor sosteniendo en su mano derecha un pucho que aún humeaba,
se llevaron lo puesto, y se internaron en el monte.
Cuando la vieja
despertó, comenzó a llamarlos a los gritos, al no recibir respuesta, encolerizada
se prometió que al morir su alma reencarnaría para perseguir a los desagradecidos.
Mientras tanto,
los jóvenes sintiéndose libres y felices se internaban más y más en el monte,
pero en su conciencia creían seguir escuchando el amenazador llamado de su
madre adoptiva.
Al llegar el
otoño, mientras los hermanos pescaban en un riacho, les pareció oir los gritos
desesperados de aquella mujer. Uno de ellos, le dijo al otro: -la vieja nos
está llamando-, -estamos muy lejos de ella, eso es imposible- y volvió de nuevo
a su deporte favorito.
Aparentemente
estaban libres y disfrutaban del esparcimiento, sin embargo, el remordimiento
los tenía intranquilos y a cada rato les resonaba en sus oídos, el sórdido
grito de ¡pitogüé!, ¡pitogüé!.
Una mañana,
mientras recogían unos frutos del monte, ambos pegaron un respingo, claramente
ambos oyeron lo mismo, era nítido y cercano, no dudaron en reconocer que la
anciana los estaba llamando.
Por más que
buscaron, solo vieron un ave, que dejaba escapar de su pico el inconfundible
¡pitogüé!, ¡pitogüé!.
Ambos se estremecieron, estaban
aterrorizados, allí sobre una rama de un frondoso aguaribay, con las patas
sujetas a una rama que semejaban ser las manos de la vieja, que como garras
sostenían su pitillo, ahí estaba con su nariz puntiaguda y su vincha
amarillenta.
Los hermanos
muertos de miedo, solo atinaron a correr perseguidos insistentemente por el ave
con los reiterados gritos: ¡pitogüé!, ¡pitogüé!.
Los sueños de
libertad estaban hechos trizas, y ahora también estaban convencidos que
viviendo en el monte, jamás podrían hallar la paz, porque la reencarnación de
la vieja los perseguiría por siempre.