HISTORIAS DE CHICOS
ROMANCE DE BARRILETES
Cuando la gente miró la casa de la puerta verde se dio
cuenta que algo en la cuadra había
cambiado. Las ventanas que siempre estaban cerradas ahora permanecían abiertas
y hasta se veía una cortina blanca con flecos y pompones de colores.
La gente se
instaló en la esquina para ver de cerca la casa de la puerta verde. Al amanecer
los flecos empezaban a moverse con la brisa. Un gato salía de la casa y se
quedaba ronroneando donde pegaba el sol. Por la tarde entraba el gato y salía
un perro con una señora que regaba la calle. A la noche entraban los sapos
dando saltos por la ventana.
La gente mirona se asustaba de los sapos. Decían que
si un sapo escupe deja ardiendo la piel y de noche uno sueña cosas. Eso lo
decía Don Velazquez y otros que curaban y la gente se cuidaba de no meterse con
los sapos.
Los vecinos se
amontonaban en la esquina para mirar la casa de la puerta verde. Y el viento no
pedía permiso. Entraba enloquecido por la ventana y hacía volar los flecos de
la cortina. Pero no eran solamente los flecos de la cortina los que se movían.
Descubrieron que colgado de la pared había un barrilete gigante, con unos
flecos y una cola que se hacían cada vez más largos y más grandes. Varios
fueron los que aseguraron que aquel barrilete, cuando por fin remontara vuelo,
llegaría tan alto como la avioneta que un día aterrizó en el descampado y todo
el pueblo fue a ver.
Una mañana como tantas y sin que la
gente ni siquiera lo sospechara, Rogelio, un chico de unos nueve o diez años,
su papá y su mamá llegaron a la casa. Traían bolsos, mantas y unas cajas llenas
de peras y manzanas recién cosechadas. La abuela, que era la señora que regaba
la calle, salió a darles la bienvenida. Por la puerta entreabierta Rogelio
llegó a ver el barrilete que colgaba de la pared. Desde ese momento se olvidó
de todo, hasta del hambre que tenía, se olvidó de saludar al gato y al perro y
también se olvidó de cerrar la puerta. La gente mirona miraba y cuchicheaba.
Rogelio se
quedó un rato bastante largo mirando el barrilete. Después lo descolgó con
mucho cuidado respirando bajito, le acarició los flecos y la cola anaranjada.
Ese sí que era un verdadero barrilete -pensó mientras lo colgaba otra vez en el
clavito de la pared. Ahora solamente
bastaba esperar la hora de la siesta que era cuando el viento empezaba a
soplar. Entonces sí que el barrilete tendría la fuerza suficiente como para
llegar a la luna. Bueno, por eso ni se preocupaba. Sabía que en Humahuaca, lo
que sobraba, era el viento.
A los pocos días el papá de Rogelio partió hacia
Tucumán para trabajar en la zafra, como siempre lo hacía en esa época del año.
Él, su mamá y la abuela se quedaron en la casa de la puerta verde. Por suerte
se hizo amigo de Martín, que vivía en la casa vecina y tenía un montón de
hermanos. Su cara era redonda como una torta, sus ojos movedizos y el flequillo
despeinado se parecía a los flecos del barrilete. Martín también tenía uno, más
viejo y descolorido que el de Rogelio pero que a volar alto no le ganaba nadie.
Una tarde se prepararon para remontar los barriletes.
Subieron a la punta del cerro y esperaron cinco, diez, quince minutos. Ya
habían pasado como dos horas y nada, el viento no sopló ni siquiera un poquito.
Al día siguiente se dispusieron nuevamente a remontar los barriletes. Subieron
a la punta del cerro, soltaron el hilo y empezaron a correr a todo lo que da
mirando hacia atrás para ver qué pasaba. Pero solamente lograron ver la nube de
polvo que habían levantado con sus zapatillas. El asunto era que como no había
viento, los barriletes no podían volar.
Eran los últimos días de las vacaciones y como vivían
en la calle que estaba al costado de la escuela, habían visto a la portera
Edelmira baldear el patio y lustrar el mástil de la bandera. Pasaron los días.
Rogelio y Martín seguían esperando, cada vez más tristes, cada vez más flacos y
como la cosa venía de mal en peor, decidieron salir en busca del viento.
Se pararon en lo alto del cerro con los brazos
abiertos gritando como locos, pero el viento no apareció. Agitaron pañuelos,
prendieron velas, inflaron globos, llamaron a los remolinos dormidos bajo la
tierra, y nada, no lograron mover ni una hoja. Después caminaron por las
maderas gastadas del puente, tiraron piedras a la casa embrujada para que los
fantasmas atrajeran al viento. Pero todo fue inútil. Del viento, ni noticias.
Rogelio y Martín se sentaron en lo alto de la loma y
se quedaron mirando el caserío.
-Creo
que nunca va a venir el viento -dijo Rogelio.
-En
Humahuaca siempre hay viento -explicó Martín. Por eso la gente riega la calle,
como tu abuela, ¿has visto? para asentar la tierra.
-Yo
creo que el viento está esperando que los barriletes lo vayan a buscar -se animó a decir Rogelio.
-¿
Estás pensando lo mismo que yo? -preguntó Martín con los ojos bien abiertos.
Y antes de
contestar nada se levantaron y salieron a pique.
Cruzaron las lomas, bajaron y subieron la falda del
cerro y llegaron a sus casas esquivando a la gente parada en la esquina Sin
perder un minuto descolgaron los barriletes y volvieron a subir. Una vez allí
los hicieron girar y girar con tanta fuerza que el viento empezó a soplar como
si fuera un monstruo y a levantar unos tremendos remolinos.
- ¡Dio resultado!.-gritó Rogelio- ¡Agarráte fuerte !
Los barriletes subían cada vez más alto. Ambos se
acercaban y se alejaban rozando sus colas deshilachadas, dando vueltas y
haciendo piruetas en el aire.
.
La
gente que estaba en la esquina se preguntaba de dónde había salido tanto viento
de golpe. Los chicos que estaban jugando en las calles y los patios tuvieron
que entrar. Las señoras que estaban lavando tuvieron que rociar la tierra para
que no se ensuciara la ropa. La portera Edelmira casi se queda enredada al
mástil de la bandera y la gente que estaba parada en la esquina se tuvo que
cobijar en la carpintería de Don Farfán que siempre tenía la puerta abierta.
Mientras tanto
los barriletes habían enredado sus flecos y sus colas y seguían muy campantes
los vaivenes del viento. Rogelio empezó a preocuparse cuando escuchó la campana
y se acordó que era el primer día de clase. Tiró y tironeó del hilo pero los
barriletes seguían uno al lado del otro, dándose golpecitos y chocando las
colas. Los chicos se dieron cuenta que no iba a ser fácil despegarlos. Entonces
ataron los hilos a un árbol y los barriletes se quedaron solos, muertos de risa
y haciendo piruetas en el aire.
Martín y
Rogelio bajaron corriendo a lavarse la cara y a ponerse los guardapolvos. Tocó
nuevamente la campana. Los chicos estaban todos formados en el patio de la
escuela esperando las indicaciones de la directora que era la que dirigía la
batuta.
- ¡ Mirando al frente! - dijo sin
pestañar y estirando el cuello. Pero los chicos miraban hacia el cielo donde
los barriletes seguían prendidos al viento y éste a los barriletes.
-¡ Derechos y mirando al frente! y los chicos hicieron
caso pero al rato ya estaban otra vez mirando hacia el cielo.
-¡ Así no se puede saludar ! - dijo refunfuñando la
directora - y agregó:
¡ Hasta que el viento no baje de allá arriba los
barriletes no podrán desenamorarse!
Y las señoritas aplaudieron y los padres que estaban
mirando detrás del alambrado también aplaudieron y gritaron: ¡otra! ¡otra!
porque estaban acostumbrados a los festivales folklóricos.
Rogelio, que era el primero de la fila de tercer grado
se animó a decir:
- Cuando los barriletes se enamoran no se desenamoran.
Los padres que estaban mirando detrás del alambrado
empezaron a aplaudir pero la señora directora giró hacia ellos la cabeza y se
callaron.
- ¡ Claro! - dijo Martín que era el primero de la fila
de cuarto grado. Los barriletes cuando se enamoran duran un montón de tiempo
enamorados.
Por las dudas la directora giró la cabeza para el lado
del alambrado y después dijo:
- Bueno, ¡Basta por favor! ¡Tomen distancia! Derechos,
callados, mirando al frente y agregó: ¡ Buenos días niños! Y los chicos
contestaron:
- Bue nos di as se ño ri ta.di rec to ra.
Y los padres aplaudieron.
El saludo retumbó en el
espacio sideral y todo lo que estaba arriba casi se cae para abajo por el
sacudón. Los barriletes empezaron a tambalearse de tal manera que Rogelio y
Martín desesperados abandonaron la fila y salieron corriendo para sostener los
hilos antes que sucediera una desgracia.
Los chicos
formados en el patio corrieron detrás de Rogelio y Martín. La directora corría
detrás de ellos diciendo:
- ¡ Corran, corran, pero mirando al frente y callados
!
Los padres de los alumnos se quedaron concentrados en
el mástil pero de pronto giraron la cabeza y miraron hacia arriba porque en lo
alto del cerro, casi pegados al cielo, estaban todos. Cientos de guardapolvos
blancos, en su primer día de clase, saludaban felices al pueblo que los miraba.
Los barriletes también saludaban con sus flecos deshilachados.
A todo esto,
Rogelio y Martín ya habían recuperado sus barriletes y bajaban del cerro con
todos los chicos formados y mirando al frente, como quería la directora. Atrás
de ellos también venía el viento que hizo flamear la bandera, despeinó a las
maestras, llenó el patio de papeles, silbó detrás de las puertas.
Los vecinos de
la esquina miraron hacia la casa de la puerta verde: la ventana estaba cerrada.
En Humahuaca, todo había vuelto a la
normalidad.
" La escuela Provincial N 77 de Humahuaca está ubicada
a la entrada del pueblo hacia el Norte. Allí trabajé durante muchos años. El
aula tenía y tiene aún, unos ventanales enormes que dan a la calle, sin duda,
una de las más transitadas, ya que a dos cuadras se encuentra el hospital y la
carpintería de Don Farfán, de donde sale ese olor a madera que no se compara
con nada en el mundo. En la calle lateral, una cuesta empinada que conduce a la
falda del cerro, recuerdo una casa con la puerta verde. Yo fui maestra de
Rogelio y Martín. Más de una vez los he visto desde la ventana remontar sus
barriletes."