SECCIÓN TEATRO Y DANZA
Boletín Digital Nº 002
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12 de Diciembre de 2017
En el mes de septiembre pasado el Grupo Nadir gestionó
invitaciones para que el gran bailarín y coreógrafo ecuatoriano Wilson
Pico visitara Argentina, realizando muestras y talleres en el Septiembre
Musical de Tucumán y luego en la Ciudad de Buenos Aires. Va un comentario sobre
lo que representa este artista en la descolonización de la danza de Nuestra
América.
WILSON PICO: EL GRADO CERO DE LA DANZA
La danza del ecuatoriano
Wilson Pico, dice uno de sus críticos, es tan terriblemente expresiva que no da
lugar a disquisiciones teóricas. Quizás lo mejor sea eso, dejarse llevar por
ella, como yo mismo lo hice la primera vez que la vi en Quito, pero en la
segunda, ocurrida recientemente en el Estudio K de Buenos Aires, las
reflexiones bullían en mi mente mientras lo veía bailar, disputando el espacio
a las sensaciones y el puro placer estético. El asalto de las ideas fue tan
incontenible, que por primera vez en mi vida de escritor decidí ponerme en el
papel de crítico de danza, no desde lo coreográfico en sí, que me trasciende,
sino de la teoría del arte. Con asombro fui tomando conciencia, a lo largo de su
representación, de que caían, una a una, los consagrados fundamentos de la
estética occidental. Concluido el espectáculo (más valdría llamarlo rito),
pensé, y se lo dije, que su danza me resultaba transestética, con lo que me vi
obligado a argumentar.
Por lo pronto, es una
danza que no busca la belleza expresiva, sino la expresión a secas, con la desnudez
del verbo solitario que se encadena con otros verbos igualmente solitarios en
el intento de construir una abrumadora unidad sintagmática. La elegancia formal
de los movimientos, usada por los bailarines hasta el extremo de la afectación,
es sacrificada por él como quien barre la hojarasca. Incluso apela a lo feo y
hasta lo escatológico (hundir los pies desnudos en excrementos de vaca para que
al sacarlos parezcan llevar botas) a fin de hacer explícita la intención.
Tampoco se puede afirmar
que su danza sale al asalto de lo sublime, pues su carácter sumamente terrenal
no sólo le impide elevarse, sino que tiene el sesgo de una proclama artística:
el no sacar los pies del barro, de las miserias de la historia y la condición
humana. Lo sublime en el arte, al igual que en la mística, implica por lo común
una salida individual, un salvarse solo, y Wilson Pico quiere marchar a la par
de sujetos colectivos, de la comunidad. Elevarse no es otra cosa que dejar
atrás, o abajo, a los que sufren, a las víctimas de una sociedad injusta y
autoritaria. En la obra "La mujer", por ejemplo, ¿cómo escaparse hacia arriba y
dejar a la condición femenina bonitamente crucificada en un tendedero de ropa?
Tampoco las danzas indígenas y afroamericanas coquetean en modo alguna con el
ascenso. Son más bien los dioses quienes bajan, aburridos de las alturas
vacías, para encarnarse en un danzante o una bella sacerdotisa y experimentar
así la sal de la existencia.
Podría alegarse también
que coquetea con la estética de la fealdad, esa contracara o sombra de la
belleza que aparece ya en el arte precolombino. Lo feo, lo desmañado, es
producido a menudo por Wilson Pico con deliberación, pero no pretende en
absoluto cimentar en esto su propuesta: es tan sólo un recurso más. En sentido
estricto no hay deformidad en su estilo, y menos aún parodia, sino una
definición descarnada de los personajes, a los que presenta, mediante un
despojo de máscaras que pone en evidencia sus dramáticas contradicciones, como
un hueso desnudo, y ¿quién puede reírse de un montón de huesos y de la
desnudez? ¿Lanzaremos acaso alguna risotada ante el patetismo vertiginoso de la
beata? Al fin de cuentas no se trata tan sólo de un personaje, sino de la misma
condición humana, vaciada de oropeles y dejada a la intemperie. Un paisaje gris
o deliberadamente sombrío que tiene más de trágico (aunque no se libre a los
excesos de la tragedia) que de cómico, al igual que La Comedia Humana de
Balzac, que no pretende en momento alguno suscitar la hilaridad.
Y como si no fuera suficiente
acoso al espectador de sus rituales, Wilson Pico logra una danza transexual que
nada ?debemos aclararlo- tiene de travestismo, ya que ninguno de sus
movimientos presenta signos ambiguos o afectados. El genérico "hombre", en
muchas lenguas, expresa la suma del hombre y la mujer, o sea, la dualidad
esencial de la vida, tan exaltada por el pensamiento oriental y presente
también en algunas teodiceas indígenas de América, pero esto no
parece funcionar en nuestra cultura: o se es hombre o se es mujer, y no situarse
en uno de los sexos para emitir un mensaje es bordear el terreno del no ser, de
la no identidad o lo anodino. Si bien en varias de sus danzas Wilson asume un
personaje femenino, vistiéndose como tal, en ningún momento apela a las
técnicas femeninas de uso del cuerpo, pues este burdo remedo le quitaría
esencialidad y universalidad a su danza, que justamente quiere situarse más
allá de los géneros, en la superación del plano sexual, como quien asciende al
páramo de la condición humana. En Oriente, al igual que en algunas danzas
folklóricas americanas y en los rituales indígenas, es frecuente que un hombre
se disfrace de mujer e incluso que apele, si quiere suscitar la risa, a
exagerar los despliegues corporales femeninos (extremo satírico de tipo carnavalesco
que la estética de Wilson Pico, como se dijo, no se permite para no traicionar
su austero esencialismo), pero los sectores cultos de nuestra sociedad, munidos
de una visión marcadamente occidental, no se han arriesgado aún a dar este paso
filosófico, fundamental incluso para comprender a la mujer desde un lugar
distinto al de la mirada de un hombre, desde un territorio que podríamos llamar
neutro si ésta no fuera una mala palabra, por la falta de compromiso que
apareja y su sustantiva pobreza conceptual, que lo asimila al vacío y lo
híbrido.
En definitiva, Wilson Pico
no baila como un hombre y menos aún como una mujer, sino como un ser humano de
dos caras, que asume como propia esa dualidad de la vida. Para realizar
semejante cirugía es preciso vaciar al lenguaje corporal de sensualidad,
moverse por encima de la tensión muscular de lo viril y de lo curvilíneo y
envolvente de la sensualidad femenina. De ese modo, la beata puede ser también
el beato, y puede ser asimismo cualquier persona que se debate entre pulsiones
contradictorias, entre el ser y deber ser, entre los deseos más carnales y un
afán de espiritualidad que a veces, por lo adocenado y caricaturesco de su
planteamiento, no puede ser llamado búsqueda ni equiparárselo a la mística,
aunque también los grandes místicos sufrieron este dilema y se flagelaron como
castigo.
Autoprivada así de los
recursos de la seducción, la danza de Wilson Pico no procura halagar nuestros
sentidos, sino que nos golpea sin parar, pero sin regodearse con esta actitud,
para no incursionar en un deporte tan practicado por las vanguardias europeas y
sus émulos americanos. Wilson no pretende ser un niño terrible de la danza, un
poeta maldito de las artes del cuerpo, pues resultaría una jactancia, reírse de
un espectador al que respeta en sumo grado y del que incluso se compadece,
puesto que carga, al igual que él, con el mismo destino.
Aunque es terriblemente
nuevo lo que hace, llamar vanguardista a su danza sería colocarle una etiqueta
equívoca, situar la interpretación en un punto inconducente. Es danza en estado
puro, que no se adelanta en el tiempo ni se coloca fuera de él, sino que
retrocede hacia sus más despojados orígenes, como si buscara, acaso sin plena
conciencia de ello, el grado cero de la expresión, moviéndose más allá de las
distintas modalidades de la estética occidental, como quien rehusa todas sus
puertas de entrada al paraíso, llevado por la intuición de que lo suyo es otra
cosa, que responde a raíces diferentes, a experiencias dramáticas
distintas, que no son tragedia ni comedia, que no hacen de lo feo y lo grotesco
una propuesta estética, que elude lo bello y rechaza esa huida de la comunidad
que representa la verticalidad de lo sublime, la salvación por el ascenso
individual. Se puede encontrar en su danza las huellas del teatro pobre de
Jerzy Grotowski, algo de los recursos de Pina Bauch y de Marta Graham, pero ya
del todo asimiladas, apropiadas por alguien que quiere hacer otra cosa, dar
forma a otras pulsiones, algo que resulta revolucionario aunque no se presente
como tal, para no pecar de presuntuoso y altisonante.
La modestia de Wilson Pico
le impide verse como fundador de una escuela, a pesar de consagrar a la
enseñanza gran parte de su tiempo y energías. Una escuela centrada en la danza
solitaria con vocación ascética, que incluye, en los entremeses,
dramatizaciones disfrazadas de mensajes espontáneos. Una danza que por momentos
camina por un sendero de verbos desnudos y en otros se libra a reiteraciones
obsesivas que un incauto podría interpretar como ripio. Una danza que atiende
más al ritmo vital del cuerpo (o sea, al mismo origen del ritmo) que al de la
música, a la que no se subordina. Danza de un apóstata de la danza, según la
mirada del puritanismo estético basado en los cánones de ultramar. El tiempo
dirá lo que permanece de este brutal experimento, de este despojarse de todo
que bien podría entenderse como un volver al grado cero de la danza para
empezar a recorrer así el camino de una danza contemporánea auténticamente
andina y americana, libre ya de los condicionamientos de las categorías
estéticas impuestas.