Fotos: Ricardo Luis Acebal
Antes de que aparecieran
por Abya Yala los señores de Castilla con Dios nuestro señor, Jesús y su mamá
María, el mes de agosto no era mes ni se llamaba agosto. Nuestros tatarabuelos
aborígenes, que cultivaban la tierra y regaban con técnicas (como por ejemplo
los "sukakollus" aymaras) largamente más
eficaces que las que traían los escasos "ingenieros" que venían en los barcos
europeos, sabían que en ese tiempo (que después los conquistadores les
impondrían llamar agosto) había que preparar la tierra para roturarla y después
sembrarla.
Respetuosos como eran de
la Madre Tierra (Pacha Mama, Pacha Tayka, etc.) acostumbraban homenajearla
("mimarla" si se prefiere) con una ceremonia a la que llamaban Corpachada.
Al hacer un hoyo en la
tierra (un pozo) y depositar
amorosamente en él alimentos y chicha de maíz, le pedían permiso
para después ararla y arrojar las semillas que habrían de germinar y
convertirse en hermosas plantas de maíz, de quinoa y otros vegetales alimenticios
de estos lugares del mundo.
En esos tiempos la muerte era solo un momento integrante de la vida
y Wirakocha (el gran creador de todo
lo natural, ser superior al que no se lo
graficaba, igual que a Pachamama) no estaba en ningún "cielo" sino entre
todas las criaturas vivientes.
Ese ordenamiento funcionó
hasta que aparecieron los portadores del terror a la muerte, los que imponían
el "temor de Dios", los que decían que su majestad el rey dialogaba
directamente con Dios y por lo tanto había que obedecerle (y sobre todo
temerle) como a Dios.
Y aquél que no quisiera
someterse a las nuevas leyes de absoluta obediencia a los hombres de sotana y a
su majestad poniéndose de rodillas ante los capataces y las imágenes "sagradas"
se le hacía sentir el rigor del látigo y/o del resolutivo palo que emitía fuego
y un plomo que convertía a la vida en muerte.
El porqué de que los miles
de hombres y mujeres de Abya Yala hayan podido ser dominados por un puñado de
arcabuceros que invadieron estas tierras atraídos por las noticias de
yacimientos de oro y plata da para un artículo específico que en cierto modo
excedería la razón de la presente nota, pero sugiero ver la película de Jorge
Falcone "Hombre bebiendo luz" (acerca de Rodolfo Kusch) en la que el amauta Maidana da una explicación clara
y concisa sobre la situación que atravesaba el territorio que ahora conocemos
como Perú y un desgobierno de los "Incas" que facilitó el comienzo de ese
tiempo de oscuridad y dolor.
A propósito de ese
concepto de Maidana y sobre todo en este Siglo 21 en que América está queriendo
volver a aquél esplendor perdido desde 1492, sería bueno recordar la sentencia
de Martín Fierro: "los hermanos sean unidos/porque esa es la ley
primera./Tengan unión verdadera/ en cualquier tiempo que sea./ Porque si entre
ellos pelean/ los devoran los de afuera."
Lo que a partir de la conquista
se llamó mes de agosto fue un tiempo de recelos, de temores, de anuncios de
muerte. Fueron los conquistadores quienes impusieron la aversión a este mes,
que todavía dura y se materializa (entre tantas otras cosas) con dichos como
"julio los prepara y agosto se los lleva" o que hay que saumar con inciensos
"católicos" las casas y ofrecerle rezos (también católicos) a los muertos y
hasta se impuso una fiesta religiosa los 15 de agosto en plena Puna Jujeña que
consiste en homenajear a la Virgen María con una corrida de toros.
La mescolanza cultural que
provocó la conquista por medio del terror impuso también la figura de Satanás,
que no por casualidad "vive en cuevas bajo la tierra". Por lo tanto hurgar la
tierra y darle de comer y beber es homenajear "al diablo".
Las bebidas de alta
graduación alcohólica también hicieron estragos entre nuestros paisas…
Vuelvo a agosto: antes de la conquista tiempode preparación espiritual de la tierra
para después roturarla y sembrarla. Después
de la conquista: mes nefasto, lleno de acechanzas y con la parca muy
activa.
Es cierto que está en el
medio del invierno, que en la Puna y en los cerros el clima es muy riguroso en
ese tiempo. Pero también es cierto que antes de la conquista nuestros paisas se
alimentaban bien, no trabajaban esclavizados de sol a sol para hacerle rendir
las tierras a marqueses ni duques ni morían de silicosis o tuberculosos penetrando los cerros por galerías mineras.
Y la coquita no era cocáina.
En tiempos de Abya Yala
agosto no era nefasto.
Copleras (Humahuaca)
UN CUENTO DE AGOSTO
Graciela Volodarski es
maestra, poeta, escritora, autora y compositora. Porteña de nacimiento se fue a
vivir a Humahuaca, Provincia de Jujuy,
donde ejerció como maestra primaria y formó su familia.
En la sección
Libros
con Identidad de Identidad
Cultural hay un comentario sobre su libro "Tranca balanca".
Se transcribe a
continuación uno de los capítulos de un libro de su autoría que todavía no se
ha presentado en sociedad ni se encuentra a la venta: "AGOSTO EN LA PIEL".
Ricardo
Luis Acebal
Corpachada en Humahuaca
Los
hombres han decidido cercar las calles
del pueblo, alambrar el cielo y no dejar entrar a los extraños. Pronto llegarán
los festejos de agosto y nadie podrá quedarse demasiado en el mismo lugar,
nadie podrá albergar el sol por demasiado tiempo. Hay que recorrer los ranchos,
saumar los recovecos, preparar la ofrenda para la tierra que espera hambrienta
y silenciosa. El pozo tiene que ser un pozo ancho, cobrizo, tiene que tener la
forma de la copla, de la chicha de maíz, del cigarro armado con papel de almacén.
Los
hombres han decidido que nadie salga de
su casa sin chala, sin alcohol, sin aguardiente. Caminan de la mañana a la
noche, el acuyico se entrevera en el sueño, las cajas estiran su viaje hasta el
amanecer. Nadie pregunta, ni respira, ni hace amague de cambiar el rumbo. Así
es agosto, lento y luminoso, ajetreado y gris en su pelaje, los vientos son
únicos, cobardes cuando se esconden detrás de los adobes y te entierran vivo a
mitad de la tarde, sin aviso.
Al
mediodía ya estamos rodeando el hoyo de Doña Etelvina Cruz, en la falda del
cerro. Los preparativos de los dueños de casa se apresuran sobre las cenizas y
los pastos secos, ocupan los trastos, apuran los dones, se preparan para soplar
con fuerza sobre el universo que arderá con los cigarros y la coca de los
invitados. Hay una ronda de hombres y mujeres detenidos en el tiempo, olla de
barro tajeada, pata de cordero, papas criollas, vino sin nombre, tibio mote
aromado. Así es agosto, duro para sostener los cuerpos, hospitalario para dejar
la ofrenda sin apremios, piadoso con los frutos de la próxima siembra.
En
tanto su vientre se convierte en un rezo infinito y la palabra es una copla
tramposa que sube sin apuro las alturas. Puedo divisar los campos de La Banda,
de norte a sur vallados por el río, los alambrados dispuestos al deshielo, los
rebaños quietos en la languidez del horizonte. Veo círculos de hombres
iniciando otras ceremonias, pequeños puntos que se desplazan por los lejanos
sembradíos, círculos de muerte y nacimiento sucesivos, de rudimentarias
razones, de injustas pérdidas, de interminables plegarias.
Mientras
el rezo continúa y la ofrenda se disuelve a sus anchas, siento la respiración
cada vez más cercana de alguien que viene rumiando un seco entre los labios. Es
Don Velázquez, con su ronquido más antiguo que el pan escupiéndome en la nuca.
¡Saque
la guagua!, me dice. Vaya doñita, ¡saque a la guagua!
No
quiero perturbar la ceremonia. Las cosas de blancos se guardan para después, la
mujer no fuma ni se anda con rodeos. El viejo comprende mi silencio, me conoce
porque ha prendido varios carbones en la casa, me ha esparcido el azufre por el
cuerpo. Toma las riendas con resolución sin perder de vista la trama del rito y
de un manotazo despeja el lugar donde los changos juegan a la pilladita y se
esconden detrás de las pircas entreverándose con los huesos de los muertos. Así
es como me lo trae de un brazo.
¡Este
chango que después se asusta de noche y hay que andar escupiéndole agua bendita
en la cabeza!
La ceremonia ha terminado. El alcohol marcará lo que queda del día, el ritual
se prolonga más allá de los remolinos empecinados. Recién entonces se me hace
presente el cementerio viejo, los recovecos eran tumbas, las torrecitas,
sepulturas de niños quién sabe de qué tiempo, de qué historia irreconocible.
Regresamos
las mujeres y los niños por la redondez de las piedras, con el sombrero en la
mano y las mejillas heladas.
Juegan a la pilladita y se esconden detrás de las pircas
Casabindo, el pueblo donde se hace la "Toreada de la Vincha" cada 15 de agosto