Aquí, en nuestro país, Argentina, muchos cultores de nuestro
folklore hablan de la Salamanca.
La nombran en
canciones y de ella dicen que es una cueva donde mora el maligno, dicen que
allí viven entre brujas y brujos y cuanta alimaña repugnante conozcan, ahícito,
en las entrañas de la tierra.
También dicen que si
alguien quiere obtener las máximas dotes como cantor, bailarín o recitador, lo
primero que debería descubrir será la entrada a la maquiavélica cueva, luego de
sortear los obstáculos hasta llegar al antro de Mefistófeles, superar las
pruebas que este le imponga, para más tarde firmar contrato con él, a cambio
del alma del promesante y éste le otorga las máximas destrezas en sus
maestrías.
Dicen que dicen que
un tal Rosendo Reyes , apodado el Machaco, era un cantorcito muy buen mozo,
alto, delgado, de facciones varoniles, pero algo aniñado, de tez morena,
grandes ojos negros y largos cabellos, al que le gustaba pulsar la guitarra y
entonar hermosas chacareras, pero él aspiraba ser el mejor, el más importante y
cautivar a cuanta prienda se le cruzase en el camino.
Cierta vez,
Machaco, que siempre andaba de querendón conquistando mujeres, mientras
conversaba con unos parroquianos en la pulpería se topó con un viejo borrachín,
que en rueda de naipes, jugando al truco, hacía alardes de conocer la cueva de
la Salamanca.
Rosendo que era un
poquito cantor, un poquito guitarrero y no le alcanzaba, prestó atención a lo
que el viejo decía.
El ansiaba ser
famoso, poder enamorar con su voz, y que sus arpegios cautivaran a quienes lo
oyeran.
El Machaco Reyes
era bastante ladino, se acercó al viejo y le convidó unos tragos de caña con la
intensión que soltara la lengua.
El viejo adobado
con el alcohol tenía una apariencia demoníaca, entonces Rosendo comenzó a
sacarle los secretos y como ustedes saben, el alcohol hace perder la compostura
y deja que los misterios mejor guardados, salgan a la luz.
El Rosendo Reyes,
alias el Machaco, condujo al viejo a un rincón del boliche, pidió otra botella
de caña e invitó al viejo a charlar con él.
De seguro, el
Machaco se enteró de muchas cosas esa noche, como aquello de que cuando sale la
luna llena a la hora señalada y refleja la luz sobre el río, su reflejo apunta
hacia la boca de la cueva y de seguro, también le sonsacó lo de las palabras
secretas que lo conducen a las entrañas de la tierra, eso seguro, lo supo
aquella noche…
Lo cierto es que
por un tiempito nada se supo de él.
Cuentan que el
mocito, esperó el día de luna llena, cruzó el monte tal como el borrachín le
había contado, debió dejar su caballo azulejo cerca del río por si estaba sediento.
Ya en su camino definitivo debió haber cruzado los espinales .
Si pareciese que
hasta el canto de los pájaros se hubiese vuelto un lamento y a medida que
avanzaba el ruido de las ramas secas bajo sus botas le deben haber parecido
gemir, un extraño sudor lo recorre al Machaco, tanto que siente temor, es la
impaciencia ante lo desconocido, sin embargo sigue avanzando convencido de lo
que ha venido a buscar a pesar de todo.
Al divisar la cueva
un escalofrío le traspasa los huesos, pero si parece que hasta su flete lo
hubiese presentido porque da relinchos y corcovos como advirtiéndole del
peligro.
Sin dudarlo, el
Machaco entró en la cueva tal como el endemoniado viejo le había dicho no sin
antes pronunciar las palabras que le había enseñado para sus adentros.
La oscuridad era
total, él se quitó las pilchas y a tientas las apoyó sobre lo que creyó era una
piedra, pero al rozarlo su corazón dio un respingo, era el temido basilisco que
cuidaba las puertas de la cueva y consoló mirarlo a los ojos podría matarlo,
pero desde lo más recóndito un aire de bombos y chacareras lo atraía, lo
embrujaba, era como si se le enredase en el alma y lo llevara cautivo,
hechizado hacia el fondo de la madre tierra.
El laberinto es
intrincado, se cruza con asquerosas serpientes, arañas enormes que cuelgan
tejiendo negras y espesas telas, al entrar en un recodo cientos de repugnantes
murciélagos salen espantados dejando acre olor en el húmedo ambiente, la música
se hace cada vez más envolvente, Rosendo transpira y el miedo le desorbita los
ojos, el pasillo se angosta, las gotas de sudor le corren por el cuerpo
desnudo. Sólo es posible cruzar del otro lado a gatas, pero cientos de culebras
le cierran el paso, nada le importa, nada lo detiene, repta al igual que ella y
en su camino cientos de sanguijuelas se le van prendiendo del cuerpo, algo le
rozaba el rostro, algo húmedo y pegajoso, pero él sigue su alocada marcha, se
cruza con sapos enormes, de aspecto espantoso, sin embargo nada lo detiene, ya
casi está por traspasar el último tramo, allí es donde el viejo le había advertido del carnero y los chivos de gruesos
cuernos, corvos y afilados, los que envisten y de lograrlo cientos de hormigas
gigantescas vendrían en su búsqueda.
¡Ya vienen!, lo va
a topar y la música se le enrosca en las vísceras y el alma, lo enceguece, lo
envuelve, pero al fin lo esquiva, es cierto, el chivo no lo ve, es sólo una
ilusión óptica, entonces tropieza y de repente se siente caer al vacío, un
vacío negro y oscuro, espeluznante.
En su camino puede
ver muchas almas, las que entraron en el averno antes que él, pero cuando un
ápice de arrepentimiento le remuerde la conciencia, ya es tarde, al final del
pasadizo puede ver una gran estancia, plagada de brujas y brujos cocinando
repugnantes pócimas y cuanto animal inmundo hayas imaginado.
Un humo espeso de
fuerte olor pestilente impregna el recinto, destellan luces malignas, escucha
un murmullo agónico de conjuros y esa música que le atraviesa los sentidos, se
le sumerge en el alma, en el espíritu y parece quemarle el cuerpo.
Hay lámparas encendidas, lámparas de aceite, y olor a templo descompuesto pero al traspasar
el lugar, hay otro estancia, un lugar rojo, con cientos de antorchas encendidas
y pesados tapices en los que siempre predomina el colorado, están bordadas en
oro, allí hay un trono de oro macizo custodiado por lobizones, hechiceros y
brujas que le sirven al Coludo de sirvientes.
Allí, sentado se lo
puede ver a Mandinga.
Ahora, el Machaco
reconoce el pestilente olor, es áspero y picante a la vez, olor a azufre.
Ya no se escucha la
música, el silencio es tan fuerte que ni el chist de las lechuzas se oye,
es un silencio doloroso, fantasmal.
Entonces la voz de
Lucifer resuena en el recinto como trueno.
La voz ronca y
terriblemente tétrica de Satanás pregunta quien lo busca.
El Rosendo tarda en
contestarle, titubea, por primera vez un frío helado le quema los huesos y
siente miedo, un terror paralizante y al mismo tiempo sutil y advenedizo, pero
al contrario de mostrarse sumiso, saca valor y le responde :- ¡ Quiero, preciso
cautivar a todos con mi arte!, y agrega : - ¿ Dónde hay que firmar? -
Añá le
pregunta frotándose las manos la más
difícil pregunta que el Machaco haya tenido que contestar en su vida.
- ¿ Entregarías tu alma en pos de obtener lo que tanto
anhelas?, de ser así deberás sortear una
última prueba y la más decisiva- . El Machaco asintió con la cabeza, entonces
con un chasquido de sus dedos, logro que a los pies del promesante se abra una
grieta profunda, espeluznantemente siniestra, que deja al descubierto unos
peldaños, pero ni bien pisa sobre ellos, se repliegan y el Rosendo cae por una
interminable y macabra fosa poblada de las bestias más infernales que alguien
pudiese haber visto y las almas en pena dando gemidos y sordos hayes de dolor, el pozo era interminable y los seres
fantasmales tratan de asirse al cuerpo del aterrorizado Machaco.
Llegando
al final del túnel vió al Mandinga convertirse en una bola de fuego, una braza
vibrante, una flama luminosa y alumbrar el fondo de la cueva.
- Has llegado al
propio infierno, ahora puedes firmar tu contrato.-
El Rosendo,
decidido a pesar del miedo que le infundía firmó el contrato .
Eso lo sé, lo he
comprobado con sólo verlo, hoy en día
cualquiera lo puede comprobar, hoy en día cuando el Rosendo pulsa la guitarra nadie
osa suspirar siquiera, su voz de barítono hace conmover a quien lo escucha
hasta las lágrimas y no hay mujer a la que él, no pueda enamorar .
Sólo me resta saber que será de él cuando Mefisto lo
llame...