Dicen que dicen ...
los abuelos sabios que por aquellos
tiempos, cuando los tehuelches eran los dueños de la tierra, cada vez que el
invierno se acercaba era menester levantar los toldos y emigrar para buscar alimento y calor.
En invierno,
la nieve lo cubría todo, disfrazando con su manto blanco la superficie y el sol
no hacía otra cosa que dar luz, pues el calor no llegaba a esos lejanos
lugares.
Los bosques
se teñían con diferentes matices, abundaban los tonos amarillos, casi dorados,
o el anaranjado que subía hasta convertirse en un intenso y endiablado rojo.
Estas transformaciones
se siguen repitiendo a pesar de haber transcurrido el tiempo.
También
cuentan que por aquellos días una anciana sabia de nombre Koonek iba junto a
los integrantes de su comunidad en busca de mejores tierras, y así poder
sobrevivir ese invierno que parecía haberse adelantado.
Llevaban ya
varios días de marcha, la nevada cubríalo todo y la ventisca azotaba los
cuerpos, Koonek, ya no era joven, y a cada paso que daba las fuerzas que otrora
la mostraron vigorosa, escaseaban, apenas si podía avanzar, ella sabía que retrasaba
a los demás, pero las cansadas piernas, la nieve y la ventisca conspiraban con
el paso del tiempo, cada paso que adelantaba era un poco de vida que escapaba
del cuerpo avejentado de la sabia mujer.
Entonces Koonek
reunió a los demás entorno suyo, con gesto adusto pero convencida de su
decisión les informó que ya no podía seguir, ella iba a abandonar la marcha.
Los demás comprendieron
que Koonek estaba llegando a su fin, la vida se le estaba escapando por los
poros, sin embargo, a pesar de su tez terrosa y apergaminada, surcada con profundas
grietas, dibujo una tenue sonrisa y se despidió del resto. Con los ojos
apagados, esperó pacientemente que levantaran su toldo con ramas y lo cubrieran
con gruesas pieles de guanaco.
Apenados se
despidieron de ella sabiendo que la suerte de Koneek estaba echada.
Con el
transcurrir del tiempo, los días se fueron poniendo más fríos y no tardó en
caer la primera nevada, la anciana mujer cada vez estaba más débil, el hilo de
la vida era cada vez más fino, tanto así que la anciana perdía más las fuerzas
y en tan solo respirar le resultaba una tremenda odisea.
El silencio
era abrumador, solo se quebraba con el ulular quejoso del viento, entonces un
sueño aletargado la fue invadiendo y la vida se le escapaba en cada bocanada de
su aliento.
Para Koonek
el tiempo transcurría lento, por eso no supo si era una mañana o una tarde
calma, cuando vio revolotear a un pájaro solitario.
Sorprendida por
aquella visita inesperada, con un hilo de aliento le preguntó: -
¿Qué sucedió
con tu bandada?, ¿Por qué tan lejos de los tuyos?
- , el ave reconoció haberse
retrasado y que si no se unía pronto a sus amigos, sería su fin.
La anciana
al verlo tan preocupado, casi lloroso le dijo: -
si tan solo pasas esta noche
en mi compañía, mañana por la mañana, te sorprenderás con mi obsequio
-.
El pájaro,
luego de meditar unos minutos y sabiendo que ese retraso podría costarle la
vida, confió en la anciana mujer y se quedó a velar el débil sueño de la
anciana de gesto bondadoso.
Ni bien las
primeras luces del alba llegaron, el pájaro voló hasta el lecho donde la
anciana descansaba pero Koonek ya no estaba allí.
El avecilla,
después de un gran esfuerzo, con su pico retiró las pieles y allí donde el
cuerpo de la mujer había reposado, había crecido una mata espinosa, muy
perfumada y de relucientes flores amarillas.
El pájaro se
alimentó de las flores, las que milagrosamente le devolvieron las fuerzas y el
vigor perdido, dio varios aleteos y voló raudo hacia la bandada, la reunión y
los llevó a que se alimentasen de aquellas flores apetecibles y energizantes.
Pasó el
invierno, llegó la primavera y le sucedió el verano, las flores se volvieron
frutos y ya para el otoño habían tomado un hermoso tono azul, tan azul como las
deliciosas moras y cuyo sabor era exquisito.
Desde
entonces hombres y animales tuvieron un
nuevo alimento.
Las aves ya
no debieron trasladarse para sobrellevar el invierno y otras regresaron para
alimentarse del nuevo y sabroso fruto de dulce sabor.
Los hombres
tehuelches también lo adoptaron como un sustento típico, ya que había nacido
del generoso corazón de Koonek y lo llamaron Calafate.
Dicen que
dicen que el que come los frutos del Calafate siempre regresa a nuestra querida
Patagonia.
Calafate:
árbol característico del sur de la patagonia Argentina, arbusto espinoso de
flor amarilla que da bayas de color azul oscuro.
Antiguamente
estas eran utilizadas para calafatear los barcos a falta de cáñamo, de allí el
término calafatear.