Esta historia se
desarrolla en la provincia de San Juan, República Argentina allá por 1835, cuando en el país había serios
enfrentamientos militares, cerquita de la capital de la provincia, no más de 60
km. El santuario de la Deolinda se encuentra en la cima de una colina,
exactamente donde esta muchacha, joven y madre encontró su muerte. Para llegar
al lugar hay que atravesar Cahucete y Vallecito.
Dicen que dicen
que Deolinda, una joven bellísima tenía solo
dieciocho años cuando se enamoró de Baudillo, un muchacho como otros, pero al
que amaba con locura y fruto de ese amor habían engendrado un bebé, y los tres
vivían muy felices.
Pero como en todas
las historias trágicas apareció un tercero, un militar con fama de sangriento,
y apellido Rancagua que se cruzó en el camino de la Deolinda, pero ella no
tenía más ojos que para su Baudillo, cosa que Rancagua no podía tolerar y
valiéndose de su autoridad y sus
influencias tramo un siniestro plan, aprovechó la explosión de la guerra civil,
que para aquellos tiempos regaba el suelo de nuestra querida patria, con sangre
de hermanos.
Si bien las tropas
de Rancagua estaban en la provincia de La Rioja, no le fue difícil cruzar los
límites y pasar a San Juan para reclutar a Baudillo y llevarlo a la fuerza a
sus filas. Así fue como apresaron al muchacho, separándolo de la Deolinda y de
su pequeño hijo.
El plan del militar
no era sólo separar a la pareja, si no que si al Baudillo lo mataban, mejor
así, pues el terreno le quedaba libre para conquistar a la florcita del valle.
Al conocer la
noticia la Deolinda tomó una drástica decisión, seguir a su amor fuera donde
fuese, juntó lo necesario, tomó a su hijo en brazos y se propuso corajudamente
cruzar el infernal desierto sanjuanino.
Cuando Rancagua
llegó al rancho de la Deolinda y del Baudillo, la muchacha ya no estaba.
El sol era
abrazador y su meta era caminar siempre hacia el este hasta divisar un
algarrobal, empujada por el viento zonda que la incendia, que había secado los
ríos pedregosos y el desértico terreno que quemaba su cuerpo con el calor
infinito.
La joven no se daba
por vencida y caminaba sin prisa pero sin pausa, siempre cargando su bebé que
mamaba su leche golosamente, como un cachorrito salvaje, ella sigue avanzando
bajo el sol abrazador, los víveres se van terminando, ya consumió su charqui y
el patay, el agua se va terminando pero tercamente sigue avanzando, con los
pies llagados, y su hijo a cuestas, absorbiendo vorazmente el néctar de los
pechos que su madre le ofrece. Nada logra detenerla, ni la sed, ni el hambre,
ni las amenazadoras sombras que de noche la envuelven, cuando se queda sin agua,
succiona raíces, sorbe higos de tuna, pero el pedregal y la tierra reseca no
acaban y el ansiado algarrobal del este no se divisa.
La boca reseca, la
lengua y los labios agrietados, pero ella insiste en su empeño, nada la
detiene, y su hijo sigue engullendo sus
pechos ávidamente.
Sus fuerzas van
enflaqueciendo y el trepar el cerro se le hace cada vez más difícil,
trastabilla, pero no suelta al niño, cae y se levanta, tercamente, siempre con
el cachorro asido a su pecho, se arrastra, va de rodillas, su cuerpo afiebrado
se quema por dentro y por fuera, implora, pide, ruega, pero no suelta a su
retoño, pero hasta cuando……
Pasaron los días,
uno, dos, tres, hasta que unos arrieros escucharon el llanto de una criatura,
el lloro retumbaba en el desierto y agoreros chimangos sobrevolaban la zona.
Los arrieros se
apean, se acercan y no pueden creer lo que ven, el cuerpo de una mujer que
ampara del sol celosamente a su niño, que aún se prende de su seno mustio y sin
vida, aún alimentaba a la pequeña criatura.
Los arrieros
despejan sus cabezas, y se santiguan, alzan con infinito amor el fruto del
vientre de lo que había sido una mujer valerosa y sólo la reconocen por un relicario
que pendía de su cuello.
Allí mismo, cavaron
una fosa y dieron sepultura a esa madre que superando la muerte había seguido
alimentando al niño en ofrenda de su infinito amor.
En ese mismo lugar,
marcan la tumba con una cruz y le dedican una oración.
La historia corrió
como reguero en el pueblo, ni muerta dejó de alimentar a su cachorro, leche
viva de madre muerta, milagro, milagro.
La historia se
multiplica, va de boca en boca, y alguien se llega hasta su tumba y levanta un
altarcito y le deja una ofrenda, un cuenco de agua para apagar la sed de la
difunta.
Los arrieros hacen
lo propio y le convidan parte de su agua, y comienza el peregrinaje, le dejan
agua y le hacen pedidos, todos le acercan el vital elemento para que nunca más
le falte, mucha, tanta como para apagar la sed del desierto y así va creciendo
la fe y dicen que ella cumple, es la fe popular ante el milagro de la vida.
La gente venera a
La Deolinda Correa, le piden y le dan de beber, le obsequian todo tipo de
regalos, pero nunca debe faltarle el agua, mucho agua para la que murió de sed.
La difuntita Correa
es una santita popular, elegida por su pueblo, venerada por su pueblo, el que
le levanta altares a orillas de los caminos, de las rutas, y allí le dejan sus
ofrendas, en unas pequeñas capillitas de madera con una cruz y a la que rodean
con muchas botellas de agua, para que apague la amorosa sed abrazadora que la
consumió.
Audio de la nota: "Ruego de Vallecito - tema de la Difunta Correa" - Tonada
de: J.L.Aguado y J.L.Escudero -
intérprete: Jorge Cafrune