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ESCRIBIR CARTAS: ¿UN ARTE PERDIDO? ![]()
Carta enviada desde Ushuaia para "Identidad Cultural" firmada por Emilio Urruty "¡Ya nadie escribe cartas, Emilio...!", solía decirme mi querido amigo Daniel Villarruel. (Él ya tampoco escribe, pero es porque en el Cielo donde está, no hay oficinas de correos). Y es cierto: ya casi nadie escribe cartas. Digo "casi" porque me consta que quedamos algunos pocos empecinados que todavía disfrutamos de celebrar regularmente esa íntima ceremonia de comunicación interpersonal. Uso el correo postal tradicional en mi vida privada, pero también en mi trabajo como maestro. Y, cada año, invito a mis alumnos a sumarse a este arte perdido. Hace varios años, le anuncié por carta a Daniel (que todavía vivía) un proyecto que quería llevar adelante en la escuela donde trabajo, en Ushuaia: le propondría a los chicos que, durante ese año, le escribiésemos cartas a algunas personas queridas. Les dije a mis alumnos que no importaba si con esas personas hablábamos por teléfono todos los días, o si hacía años que no nos comunicábamos. No importaría incluso que fuera alguien que viviese con nosotros, bajo el mismo techo. ¿Por qué no escribirle y hacerle llegar a través de una carta esas cosas que queremos decir, pero que a veces sólo logramos expresar por escrito? La idea de llevar esto a la escuela me había surgido un poco por aquel lamento de mi amigo ("¡Ya nadie escribe cartas, Emilio!") y otro poco porque creo que todos merecemos regalarnos y regalar esa pausa que nos da escribirle a los demás. Para varios chicos, además, sería una experiencia inédita: la primera carta de sus vidas.
Podía ser cualquier tipo de mensaje en papel: cartas de amor llenas de palabras dulces; postales con un saludo breve; textos escuetos, como telegramas; o larguísimas epístolas, de ésas en las que detallamos proyectos, temores, pensamientos y anécdotas del día, acaso cosas pasajeras que olvidaremos con el tiempo, pero que se eternizarán al escribirlas en el papel. En fin, se trataba de hacer llegar nuestro cariño a la distancia, y usando como medio el servicio postal. "Eso es lo que vamos a intentar hacer este año, chicos", les dije a mis alumnos. "Vamos a ver cómo nos sale." La primera carta que yo escribí fue para Villarruel, claro, porque él había sido mi fuente de inspiración para este proyecto. Los chicos eligieron en general a sus familiares y amigos. Como la Tierra del Fuego está poblada mayoritariamente por familias formadas por inmigrantes venidos de otras partes de la Argentina y de países limítrofes, prácticamente todos los "fueguinos" tenemos gente querida viviendo lejos de aquí. La propuesta calzaba perfecto en nuestra realidad. Lo más curioso para mí fue el asombro y la alegría que produjo la idea de mandar cartas en la mayoría de los chicos. Justo en ellos, que suelen tener acceso a prácticamente todos los medios de comunicación inmediata. Sorprendente. Porque hay que decir que la de Ushuaia es una sociedad opulenta, que gasta fuerte en tecnologías de última generación. Casi todos mis alumnos llevan en el bolsillo celulares de alta gama, en general fabricados acá en la isla, y se manejan con una velocidad pasmosa en WhatsApp, E-Mail, Facebook, Twitter, y demás redes y aplicaciones por el estilo. Sin embargo, la experiencia de preparar una simple carta manuscrita, cerrar el sobre con la lengua y llevarlo al correo, les resultó novedosa, para todos sin excepción. Aunque, en rigor, "novedosa" no sería la palabra correcta. En todo caso, fue una experiencia original. Los sacó momentáneamente de la urgencia y los conectó con otra cadencia, con otro tiempo más sereno, en que las cosas pueden también ocurrir. Y ésa era justamente la idea.
Pero debo decir también que, en los años que llevo sosteniendo este proyecto, he podido notar que, para algunos chicos y aun para algunos adultos, es la idea de enviar o responder cartas a la usanza tradicional lo que suscita entusiasmo, no tanto el poner efectivamente manos a la obra. La idea les encanta, pero hacerlo... Es que algunos están tan habituados a la inmediatez, ya no a lo breve sino a lo fugaz, a lo prefabricado, a copiar & pegar, a sintetizar pensamientos y sentimientos usando en su lugar caritas (o manitos, o corazoncitos... en fin, "emoticones" o "emojis", según el nombre en japonés) o repitiendo siglas pre-acuñadas (por ejemplo, "TKM" para decir "Te Kiero Mucho" y otras), en lugar de expresar sus emociones con las palabras y el tiempo y el espacio que ello les demande; están tan habituados a tales simplificaciones, que cuando tienen que sentarse a escribir una carta (a "construirla", diría yo, con todas sus partes), lo sienten casi como si se arrastraran. No toleran esa aparente lentitud. Les cuesta horrores completar las muchas etapas del proceso: elegir la hoja de papel y los instrumentos de escritura que usarán; pensar bien lo que quieren decir y redactarlo, luego releerlo y corregirlo; agregar elementos al envío (fotos, dibujos, imágenes o lo que sea); luego buscar un sobre apropiado, completarlo con los datos del remitente y el destinatario, estampillarlo (después de haber seleccionado los más significativos sellos postales, claro) y, por qué no, lacrarlo... Entonces, hay que irse hasta el correo para despachar, hacer una fila, esperar detrás de la línea amarilla, saludar cortésmente al empleado que nos atiende... Bueno, todos esos pasos, que hacen del correo postal tradicional un ritual exquisito, un arte casi perdido, resultan tremendamente cansadores para muchos, acostumbrados como están a los nuevos modos de comunicación interpersonal on line, a tiempo real. Lo que sucede a partir del instante en que la carta es despachada es también una manifestación palpable de ese sentimiento crónico de urgencia a que estamos sometidos. No hemos dejado todavía la sucursal del correo y algunos chicos ya preguntan: "¿Cuánto tardará en llegar?". Otros, al día siguiente, me dicen con cierta decepción: "No le llegó nada", porque, impacientes, no pudieron esperar y llamaron al destinatario para avisarle que una carta estaba en camino y querían saber si ya había llegado a destino. Dos días más tarde, otro apurado exige: "¡Necesito el número del envío, así lo trackeo en la web!", porque no soporta que los días pasen sin novedades. Y si el envío es "simple", que no puede ser rastreado, directamente siente que su carta entró en un limbo del cual jamás emergerá. Y, justamente, ése es un poco el misterio apasionante del correo tradicional: sus propios tiempos. Es uno de los tesoros que podemos encontrar en este juego, que por transcurrir a otra velocidad solemos juzgar como obsoleto, pero que encierra un efecto terapéutico que podría operar en nosotros, aceleradas personas de hoy, sólo si lo dejáramos: nos ayudaría a domar la impaciencia que nos carcome cada día con más fuerza; impaciencia alimentada por todos los medios disponibles, a través de los que estamos comunicados. O, mejor dicho, sobre-comunicados, hiper-comunicados. Sin que esto nos hable de una mayor calidad en la comunicación. Ni mucho menos. Queremos que todo suceda ya; nos volvemos locos si no hay señal, no toleramos que se caiga el sistema, o que ande lento. No nos damos tiempo para que las cosas sucedan a su ritmo. Cada vez nos volvemos más intolerantes a la espera. Y es preocupante, porque apenas hay un paso entre el entusiasmo y la ansiedad; entre una saludable expectativa... y la inquietud. Si esto se repite, es crónico, y hace mal. Es entendible, a todos nos pasa, pero reconozcamos que es una carrera loca, cada vez más frenética. Vivimos corriendo detrás de esa urgencia, de ese exceso. No crea el lector que soy un tipo tranquilo, una especie de monje tibetano o un sueco cultor del slow-down. Al contrario; no paro de hacer cosas, todo el día corro atrás del reloj y siento que el tiempo nunca me alcanza para nada. A veces disfruto de ese vértigo, pero también lo padezco. Frente a esa prisa y a ese ruido mío, la escuela donde trabajo me propone la serenidad y el silencio. Hago lo que puedo para asimilar un poquito de esa paz, y siento que, por ejemplo, escribir cartas al viejo estilo me ayuda en ese camino. Algo es seguro: esta propuesta no promete éxitos masivos ni efectos espectaculares. Incluso, puede que sea una causa perdida. Pero en la medida que le valga la pena a algunos, y que abra, al menos, unas pocas ventanas, estará justificada. No olvido lo que pasó en la escuela hace dos o tres años. Joaquín, alumno del Secundario, eligió a su padre como destinatario de la carta que iba a escribir como parte de esta propuesta. Joaco pensó en su papá porque la relación entre ellos era pésima; jamás podían mantener una conversación en paz y siempre terminaban enojados, peleándose. Aquella carta los acercó muchísimo. Otro caso: Bárbara, también alumna del Secundario, decidió escribirle una carta a su abuelita por primera vez. Y desde entonces no han parado de escribirse todas las semanas. La abuelita vive en algún lugar remoto de la provincia de Salta y está, como tantos otros en este mundo, alejada de casi todos los medios de comunicación. ¡Ni teléfono tiene! En pocas palabras (y para usar una expresión actual), la abuelita de Bárbara "está fuera del área de cobertura". Pero, atención: el correo tradicional sí le llega. Valió la pena, entonces, el ejercicio en la escuela. Abrió (o mejor, revalidó) una vía. Hay algo más: esas cartas (la de Joaco, la de Barbi y las otras tantas que escribieron y recibieron los chicos) ya son un tesoro invaluable, no caducan y son documentos históricos de la historia familiar o personal de cada uno; esas cartas permanecerán vivas aún y podrán ser releídas con placer, cuando de todos los e-mail, los WhatsApp y los twits de hoy no quede ni la sombra del recuerdo.
Yo no tengo página de Facebook ni cuenta de Twitter ni participo de grupos de WhatsApp, ni me interesa; no quiero dedicar mi tiempo a eso, ni exhibir información personal en un terreno que no me da seguridad. Pero noto que cada día más gente se vincula a través de esos canales. Y descubro además con preocupación, y no sin cierto dolor, que esas personas (a veces, parientes o amigos míos) empiezan a canalizar sus relaciones solamente a través de esos medios. De manera tal que, si por ejemplo yo quisiera ver las fotos más recientes de mi sobrinito más chico o enterarme qué decidió el grupo de kayakistas con los que salgo a remar, bueno, me dirían: "Ah, subimos todo a Facebook". Me siento entonces una especie de marginado, un analfabeto, un rústico, un discapacitado tecnológico, que no accede. ¡Peor que eso, porque según ellos yo soy culpable de ese aislamiento! Y tal vez tengan razón. Y, a la vez, en el fondo me encanta. Pero dejaré a un lado mi pose de inadaptado refractario a las nuevas tecnologías, y trataré de volver al eje que me propuse al principio, es decir, compartir con el lector los anacrónicos placeres del intercambio epistolar tradicional. Decía más arriba que así como es enriquecedor el momento que dedicamos a enviar cartas por correo postal, lo es también, acaso mucho más, el momento de esperar y recibir y saborear las respuestas a esas cartas. Así, un buen día, el cartero toca nuestro tyimbre y nos entrega el sobre esperado, o encontramos el envío dentro de nuestro buzón o debajo de la puerta; lo tomamos sabiendo que estuvo hace poco en manos del Otro; ese Otro cuya letra reconocemos y que anticipa la carta que viene adentro. Es un gran instante. Algunos, si entonces están ocupados, incluso dejan la lectura para más tarde, para ese otro momento del día en que podrán regalarse la ceremonia apropiada, el ritual del encuentro. Como quien se guarda lo más rico del plato para el final. Y en la escuela, en esta experiencia postal que hemos echado a andar, el acto de leer en rueda la correspondencia que recibimos desde lugares distantes adquiere un valor adicional; nos permite a todos reflexionar sobre nuestra propia realidad y sobre la que le toca vivir a otras personas como nosotros, pero que viven lejos de acá y, a veces, en muy diferentes condiciones sociales o familiares. En la letra manuscrita, viva, real, de trazos irregulares, podemos sentir al autor de la carta; no es la fría tipografía, igual entre iguales, perfecta, salida de una impresora estándar. No. Es una carta escrita por un ser humano. Y si hay dibujos, no son simbolitos estereotipados, seriales, emoticones sin emoción alguna. Acaso no sean tan vistosos, pero son garabatos únicos, irrepetibles, maravillosos. Es que hay una persona detrás de cada una de esas cartas, y hay manos que antes de ensobrarla la plegaron, como haciéndonos una caricia a la distancia. Uno percibe eso y lo agradece. También como parte de este proceso de asomarnos al correo tradicional, y a sus tiempos y procedimientos, nos fue dado no sólo enviar y recibir cartas, sino que pudimos participar de la labor de los carteros de a pie, a quienes acompañamos varias mañanas en el reparto por la ciudad, y aun desde más temprano, en las clasificación de los sobres y la preparación de la bolsa del día. Fue fascinante e inolvidable. Dije al principio que quedamos algunos pocos que seguimos con esto. Pero hay, además, personas y grupos que incluso promueven la actividad epistolar a través del servicio postal tradicional. Estimulan el intercambio, sobre todo entre escuelas de distintas partes del país, para que los chicos escriban, descubran o redescubran el correo, se vinculen entre sí y vivan esa experiencia hermosa de compartir pinceladas de sus vidas a través del papel escrito. Sólo como ejemplo de esas personas necesarias, puedo mencionar a Adriana Balzarini del Club de Ciencias de la Costa, con sede en Mar del Tuyú (Partido de la Costa, Provincia de Buenos Aires), que coordina desde hace mucho el proyecto Hermanar Escuelas por correo, y lo hace con una delicadeza y una paciencia admirables.
El poeta jujeño Domingo Zerpa escribiendo una carta a un amigo... (¿Leopoldo Abán quizá?)
CARTA DE UN MÚSICO ANCLAO EN PARÍS A UNO DE LOS PRINCIPALES REFERENTES DEL COLECTIVO DE ARTE POPULAR "LA MUSARANGA" La carta que se incluye a continuación se la escribió Miguel Praino , excepcional intérprete de viola y violín, integrante del "Cuarteto Cedrón" al artista plástico popular (y nacional) Pedro Hasperue y está publicada a partir de la página 52 de Ediciones La Musaranga "Escritos de un violista memorioso" (Miguel Praino).
![]() Pedro Hasperue y sus grabados y Miguel Praino, fotografiado por Azul Cedrón.
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En la sección "Tango" de esta página encontrará más información acerca del libro de Praino de donde he extraído el texto de la carta a Hasperue.
Ricardo Luis Acebal
DOSCIENTOS AÑOS DE CARTAS "Identidad Cultural" le agradece al maestro Urruty esta invalorable colaboración y, a modo de complemento a su misiva, aporta esta carta que fue escrita hace doscientos años por alguien que tuvo tanto que ver con el logro de nuestra Independencia Política "de España y de toda otra dominación extranjera". A doscientos años de aquél glorioso congreso en Tucumán...
CARTA DE SAN MARTÍN CON MENCIÓN DE MALVINAS
Oficio del Gobernador
Intendente de la Provincia de Cuyo, Coronel Mayor José de San Martín, al
Teniente Gobernador de San Juan, Don José Ignacio de la Roza solicitándole,
según lo conversado con el Ministro de Guerra [Coronel Luis Antonio Beruti], se
cumplimente la remisión de prisioneros de su jurisdicción para que sirvan a la causa
pública. José de San Martín Comentá esta nota: |
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